EXPERIMENTA A DIOS
COMO EL MÉDICO DIVINO
Watchman Nee se enfermó de tuberculosis en 1924 debido a la sobrecarga de trabajo y a la falta de atención adecuada. Su estado se agravó tanto que en algunas de sus cartas abiertas a los lectores de sus artículos, afirmó que los pilares de su tabernáculo terrenal estaban siendo sacudidos. Varias veces se esparcieron rumores de que había muerto. Durante ese tiempo de enfermedad, aprendió a confiar en Dios para sobrevivir, y Dios lo cuidó fielmente. Sufrió de esta enfermedad durante cinco años aproximadamente. Finalmente recibió la gracia de ser sanado al experimentar a Dios como su Médico divino. A continuación incluimos el testimonio personal que él dio al respecto en Kulangsu, Fukien, el 20 de octubre de 1936:
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EN MI ENFERMEDAD CONTINUÉ EN LA OBRA
En 1924, cuando me di cuenta de que estaba enfermo, sentía dolor en el pecho, estaba débil y tenía una ligera fiebre. No sabía qué me pasaba. El doctor H. S. Hwang me dijo: “Sé que usted tiene fe y que Dios puede curarlo, pero permítame examinarlo y diagnosticar su enfermedad”. Después del examen, él habló con el hermano Wong Teng-ming por largo tiempo en voz baja. Al principio, aunque les pregunté, ellos no me querían informar del resultado del examen; pero cuando les dije que no tenía temor, el doctor Hwang me informó que tenía tuberculosis y que mi condición era tan seria que necesitaba tomar un descanso prolongado.
Aquella noche no pude dormir; no quería encontrarme con el Señor sin haber concluido mi labor y me sentía muy deprimido. Decidí ir a la campiña a descansar y a tener más comunión con el Señor y le pregunté: “Señor, ¿cuál es tu voluntad para mí? Si deseas que cese de vivir, no temo la muerte”. Por más de seis meses no pude entender la voluntad del Señor, pero había gozo en mi corazón y tenía la certeza de que el Señor no podía equivocarse. Las numerosas cartas que recibí durante ese tiempo no me comunicaban aliento ni consuelo, sino que me reprendían por haber trabajado demasiado y por no haber cuidado de mi salud. Inclusive, un hermano me reprochó citando Efesios 5: 29: “Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida con ternura, como también Cristo a la iglesia”.
El hermano Cheng Chi-kwei de Nanking me invitó a su casa, donde podría descansar y también ayudarle a traducir el curso bíblico por correspondencia del doctor C. I. Scofield. En aquel tiempo, unos treinta hermanos y hermanas vinieron a verme, y hablé con ellos con respecto a la Iglesia. Comprendí que la mano de Dios estaba sobre mí con el propósito expreso de hacerme volver a mi primera visión; si no hubiera sido así, habría tomado la senda de un predicador que fomenta avivamientos.
Pasaban los días sin mejoría alguna. Aunque me esforzaba por escribir y por estudiar la Biblia, lo encontraba extremadamente agotador. Tenía una leve fiebre todas las tardes y no podía dormir en las noches, durante las cuales sudaba profusamente. Cuando se me aconsejó que descansara más, respondí: “Temo que vaya a descansar a tal grado que me atrofie por completo”. Tenía el sentir de que aun cuando era posible que no viviera por largo tiempo, debía creer que Dios habría de aumentar mis fuerzas y que debía trabajar para Él.
Le pregunté al Señor si yo ya había concluido todo lo que me había encomendado. Le pedí que guardara mi vida para poder realizar lo que Él quisiera; de lo contrario, sabía que no había nada en la Tierra por lo cual valiera la pena vivir. Me pude levantar por un breve tiempo, pero después ni eso podía hacer. En una ocasión se me pidió que condujera una reunión de evangelización; así que me esforcé por levantarme y le pedí al Señor que me fortaleciera. Mientras caminaba hacia la reunión, tenía que apoyarme en los postes de luz cada cierto trecho para descansar. Cuando me apoyaba a cobrar fuerzas, le decía al Señor: “Vale la pena morir por Ti”. Algunos hermanos supieron que yo había hecho esto y me reprendieron por no cuidar de mi salud. Les respondí que amaba a mi Señor y que daría mi vida por Él.
ESCRIBI EL HOMBRE ESPIRITUALDURANTE MI ENFERMEDAD
Después de orar durante más de un mes, tuve el sentir de que debía escribir un libro acerca de lo que había aprendido. Tenía la idea de que sólo se podía escribir libros después de viejo, pero cuando recordaba que podría irme de este mundo, sentía la urgencia de comenzar a escribir. Alquilé un pequeño cuarto en Wusih, en la provincia de Kiangsu, donde me encerré y pasé mis días escribiendo. En aquel tiempo mi enfermedad había empeorado tanto que ni acostado toleraba el dolor. Mientras escribía me sentaba en una silla con espaldar alto y apretaba mi pecho contra el escritorio para aliviar el dolor.
Satanás me decía: “Ya que pronto vas a morir, ¿por qué no morir cómodamente en lugar de fallecer agobiado por el dolor?” Yo le respondía: “El Señor me quiere así como estoy, ¡vete de aquí!”
Me llevó cuatro meses completar los tres tomos de El hombre espiritual. Escribir este libro fue una verdadera labor que me costó sangre, sudor y lágrimas. Perdí en ocasiones la esperanza de vivir, pero la gracia de Dios me sacó adelante. Cada vez que terminaba una sesión de redacción, me decía a mí mismo: “Este es el último testimonio que dejo a la Iglesia”. Aunque escribía en medio de todo tipo de dificultades y sufrimientos, sentía que Dios estaba muy cerca de mí. A algunos les parecía que Dios me estaba maltratando. El hermano Cheng me escribió diciendo: “Te estás forzando en extremo y un día lo lamentarás”. Le respondí: “Amo a mi Señor y viviré sólo para El”...
MI ENFERMEDAD EMPEORA
Después de que se publicó el libro, oré así: “Permite ahora, Señor, que tu siervo parta en paz”. Entonces mi enfermedad empeoró, no podía dormir tranquilo durante la noche y cuando despertaba, daba vueltas en la cama incesantemente. Físicamente, era casi un esqueleto; tenía sudores nocturnos y me puse afónico. Los que me visitaban casi no podían escucharme, aun cuando acercaran el oído a mi boca.
Varias hermanas se turnaban para cuidarme, entre ellas una enfermera experimentada que lloraba cada vez que me veía. Ella dio testimonio diciendo: “He visto muchos pacientes, pero nunca uno en una condición tan lamentable. Temo que sólo podrá vivir unos tres o cuatro días más”. Cuando me relataron lo que ella decía, respondí: “Sea éste mi fin. Estoy consciente de que moriré pronto”. Un hermano telegrafió a las iglesias en varios lugares diciéndoles que no había más esperanza para mí y que no era necesario que siguieran orando por mí.
FUI SANADO
Un día le pregunté a Dios: “¿Por qué me llamas tan pronto?” Le confesé mis transgresiones, temiendo haber sido infiel en algún aspecto. Además, le dije que no tenía fe. Aquel mismo día me entregué a la oración y el ayuno, y me consagré a El una vez más. Le dije que no haría nada excepto lo que Él me asignara. Ayuné ese día hasta las tres de la tarde. Al mismo tiempo los colaboradores oraban fervientemente por mí en casa de la hermana Ruth Lee.
Mientras oraba a Dios pidiéndole que me concediera fe, Él me dijo algo que nunca podré olvidar. La primera afirmación fue: “El justo por la fe vivirá” (Rom. 1: 17). La segunda frase fue: “Por la fe estáis firmes” (2ª Cor. 1: 24). La tercera fue: “Por fe andamos” (2ª Cor. 5: 7). Estas palabras me llenaron de gran gozo, pues la Biblia dice: “Todo es posible para el que cree” (Mr. 9: 23). Inmediatamente agradecí a Dios, le alabé por haberme dado sus Palabras y acepté por fe que Él me había sanado.
La prueba no se hizo esperar. La Biblia dice: “Por la fe estáis firmes”, pero yo todavía estaba postrado en la cama. Surgió un conflicto en mi mente: ¿debía incorporarme y ponerme de pie o debía permanecer acostado? Sabemos que los seres humanos se aman a sí mismos y les es más cómodo morirse en cama que de pie. Entonces, la Palabra de Dios manifestó su poder y, sin importarme nada más, me vestí con ropa que no había usado en ciento setenta y seis días. Mientras me bajaba de mi lecho para ponerme de pie, sudé tan profusamente que parecía como si me hubiese empapado bajo la lluvia.
Satanás me dijo: “¿Estás tratando de ponerte de pie cuando ni siquiera puedes sentarte?” Le repliqué: “Dios me dijo que me pusiera de pie”, y así lo hice. Sudando frío, casi me caía, pero seguía repitiendo: “¡Por la fe estáis firmes! ¡Por la fe estáis firmes!” Luego caminé unos pasos para ponerme la ropa. Después me senté. En ese momento, la Palabra de Dios vino a mí diciéndome que no sólo debía estar firme en la fe sino que también debía andar por la fe.
Ya había sido un milagro el hecho de poder levantarme y dar unos pasos para vestirme. ¿Cómo podría esperar caminar más lejos? Le pregunté a Dios: “¿Adónde deseas que vaya?” El me respondió: “Ve a la casa de la hermana Lee en el número 215”. Allí un grupo de hermanos y hermanas habían estado orando y ayunando por mí durante dos o tres días.
Pensé que tal vez podía caminar en el cuarto, pero me sería imposible descender por las escaleras. Oré a Dios: “¡Oh Dios, puedo estar de pie firme por la fe, y por la fe también puedo bajar las escaleras!” De inmediato me dirigí a la puerta que llevaba a las escaleras y la abrí. Les digo francamente que, estando de pie frente a las escaleras, me parecía que éstas eran las más largas que había visto en mi vida. Le dije a Dios: “Si Tú me dices que camine, así lo haré, aunque muera en el intento”. Añadí: “Señor, no puedo caminar. Te ruego que me sostengas con Tu mano”. Apoyándome en la baranda con una mano, descendí paso a paso. Otra vez estaba empapado en un sudor frío, y mientras descendía por las escaleras continuaba clamando: “¡Por fe andamos! ¡Por fe andamos!” En cada peldaño oraba: “Oh Señor, eres Tú quien me hace caminar”. Mientras descendía por esos veinticinco peldaños, me parecía estar caminando mano a mano con el Señor en fe.
Al llegar al final de las escaleras, me sentí fuerte y fui a la puerta trasera. Abrí la puerta y fui directamente a la casa de la hermana Lee. Le dije al Señor: “De ahora en adelante, viviré por fe y nunca más seré un inválido”. Llamé a la puerta tal como Pedro lo hizo en Hechos 12:12-17 sin que Rode le abriera.
Cuando la puerta se abrió y entré a la casa, siete u ocho hermanos y hermanas me miraron fijamente sin proferir palabra ni hacer movimiento alguno. Por cerca de una hora todos permanecieron quietos en sus asientos como si Dios hubiese aparecido entre ellos. Yo estaba allí lleno de agradecimiento y alabanza. Entonces, les relaté todo lo que me había sucedido en el transcurso de la sanidad que recibí por gracia. Llenos de gozo y jubilosos en espíritu, todos alabamos a Dios en voz alta por su obra maravillosa.
Aquel mismo día alquilamos un vehículo para ir a Kiang-Wan, en los suburbios de la ciudad, a visitar a la famosa evangelista Dora Yu. Ella se sorprendió grandemente al verme, pues recientemente había recibido noticias de mi inminente deceso. Cuando aparecí, me vieron como alguien que había sido levantado de entre los muertos. Aquella fue otra celebración de gratitud llena de gozo y alabanzas al Señor. El domingo siguiente hablé desde la plataforma por tres horas.
QUÉ MARAVILLA
Hace cuatro años, leí un aviso en el periódico con respecto al remate de una casa y su mobiliario pertenecientes a un famoso doctor alemán que acababa de fallecer. Cuando hice las averiguaciones del caso, me di cuenta de que ese doctor era el que hacía años me había tomado unas radiografías. El había tomado tres radiografías de mis pulmones y me había desahuciado. Cuando le pedí que tomara otra placa, me dijo que no era necesario y me mostró las placas de otra persona, diciéndome: “Esta persona estaba en mejores condiciones que usted y, sin embargo, murió en su hogar dos semanas después que se tomaron estas radiografías. No venga a verme más, pues no quiero quitarle su dinero”.
Cuando escuché esto, me fui a casa muy desanimado. Al leer aquel anuncio, levanté mis manos en alabanza al Señor y dije: “Este médico falleció. El había dicho que yo moriría pronto, pero fue él quien murió. El Señor me ha mostrado su gracia”. Cubierto por la sangre del Señor, dije: “Este doctor, quien era más fuerte que yo, murió; pero yo fui sanado por el Señor y aún vivo”. Fui a la subasta y compré muchas cosas de su casa a modo de memorial.
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DIOS LO SOSTUVO CON MÁS CUIDADO TODAVÍA
Mientras el hermano Nee estaba enfermo de tuberculosis, su corazón fue afectado por una angina de pecho en 1927. Dios, por su gracia lo sanó de la tuberculosis, pero dispuso que quedara con ese problema en el pecho. El padeció de esta dolencia cardiaca durante cuarenta y cinco años, hasta el fin de sus días. Le causaba frecuentes dolores y sudores fríos. A veces, mientras presentaba un mensaje, le venía el dolor y se veía obligado a apoyarse sobre el púlpito. El podía morir en cualquier momento. Esto lo condujo espontáneamente a desarrollar una confianza plena en el Señor en lo relacionado con su subsistencia. El sobrevivía momento a momento por su fe en Dios, y en el transcurso de los años Dios lo sostuvo y lo cuidó con su gracia y con su vida de resurrección, hasta el día de su muerte. Mediante estas dificultades físicas, él experimentó y disfrutó a Dios mucho más que si no hubiese tenido esa afección agotadora y debilitante.
La sanidad divina que experimentó Watchman Nee no fue fruto del ejercicio del don de sanidad. Tampoco fue solamente un acto de Dios, sino la obra de la vida de resurrección por acción de la gracia mediante el ejercicio de una fe viva en la fiel Palabra de Dios, con miras a la edificación y el crecimiento de la vida divina. No era solamente un milagro del poder divino, sino la acción de la gracia y la vida divina.
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