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EL SEÑOR MI SANADOR, Octavius Winslow




"Y sanaba a los que necesitaban ser curados".
Lucas 9:11


Cuán misericordiosamente y maravillosamente es el Señor Jesús, que se adaptó a cada condición de nuestra pecaminosa humanidad caída. 

Toma la presente ilustración. El pecado es una herida mortal, una fiera plaga del alma. Jesús es revelado como el Gran Sanador, y Su sangre como el excelente remedio. Sus propias palabras de gracia enseñan esto: “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”. ¡Qué noticias alegres hay aquí! Es como si una proclamación real se hubiera hecho a lo largo de una ciudad azotada por una plaga, de que un excelente remedio ha sido descubierto y provisto un médico infalible, y que cualquiera que esté dispuesto a hacer uso de la provisión, será eficazmente liberado y sanado.

Tal es el real anuncio del evangelio a este mundo afectado por el pecado. ¡Cuán buenas nuevas, oh alma mía, hay aquí! Estando espiritualmente convencidos de la picadura mortal de la serpiente antigua el diablo; tristemente consciente del virus y lo que causa su camino a través de todo el ser, paralizando toda facultad y contaminando todo pensamiento, sentimiento y acción, ¡cuán agradable nos es el mensaje del evangelio de que hay un Médico y bálsamo en Galad, y que Jesús sana a todos estos que tienen necesidad de curación! Todo esto es la provisión del Amor del Padre. 

Uno en naturaleza, el Padre y el Hijo son uno en el grandioso remedio provisto para la curación del alma; de modo que llevando mi caso, desesperado sin embargo de lo que pueda ser, en Cristo tengo la divina garantía para creer que seré sanado. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que VIVAMOS por Él” (1 Jn. 4:9).

¿Y qué sana el Señor? La Palabra de Dios responde. “El que sana TODAS tus dolencias (Sal. 103:3). ¿Puede curar Él enfermedades corporales? Infaliblemente, efectivamente y al instante. Cuando Él estuvo aquí en la Tierra, los espíritus malignos que ninguno podía expulsar, huían con Su Palabra; las enfermedades que ninguno podía curar, desaparecían con Su toque. Y Él lo hace ahora. Su compasión, poder y disposición son las mismas.

¡Santo enfermo y sufriente! Si es para la gloria de Dios y por tu mejor bien, Jesús puede reprimir tu enfermedad y restaurarte con salud otra vez. Pero si le complace a Él extender tu enfermedad, sufrimiento y languidez, es porque en Su más alta prerrogativa de ser tu Médico espiritual, Él promoverá de ese modo la salud de tu alma. Entonces, Señor, si esta enfermedad, dolor y debilidad son tus medios para promover mi santificación y aptitud para el Cielo, mi voluntad estará perdida en Tu voluntad, y Tu voluntad y mi voluntad serán una.

Jesús es el Gran Sanador de todas nuestras enfermedades espirituales. El ama encargarse del cuidado del alma enferma por el pecado, y nunca ha perecido uno que se haya dirigido a Su Cruz. Ven con tu enfermedad espiritual, oh alma mía. 

Respecto a nuestra enfermedad puede haber perplejidad en cada médico y distanciamiento en toda cura —pero Jesús y Su expiación puede sanar nuestra enfermedad. “El sana todas tus dolencias” (Sal. 103:3). Él venda el corazón quebrantado, nos sana de nuestras recaídas, nos restablece de nuestras divagaciones, nos revive de nuestras declinaciones; y cuando la fe desfallece por causa de la prueba, y el espíritu desmaya en la adversidad y el amor se enfría por la tentación, Jesús el Sanador viene, y por la fresca aplicación de Su Sangre, y por la comunicación renovada de Su Gracia, y por la energía vivificante de Su Palabra, y nos sana.

Ten cuidado, oh alma mía, de cualquier sanación que no sea de Cristo, y de cualquier remedio que no sea Su sangre. Vigila contra una curación falsa de tu herida. Ninguno sino Cristo, y nada más que la sangre de Cristo. Lleva tu caso, tal como está, a Cristo. No vayas a ningún ministro, a ninguna congregación, a ningún rito, a ningún servicio, sino ve de inmediato a Cristo y Su sangre y —ruega con fe y de manera importuna: “Sáname, oh Dios, y seré sano” (Jer. 17:14). 

¡Oh, cuan amoroso, noble y habilidoso sanador es Jesús! Sin ningún ceño fruncido de disgusto, sin ninguna mirada de frialdad y sin ninguna palabra de reproche, Él te curará. Él sana la peor enfermedad del pecado, sana al hombre incurable, y nunca pierde un paciente que busca Su toque salvífico. 

“Dios, ten misericordia de mí; Sana mi alma, porque contra ti he pecado” (Sal. 41:4). 


Octavius Winslow

(Por gentileza de E. Josué Zambrano Tapias)

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