"El Obispo de vuestras almas".
1 Pedro 2:25
La palabra griega, episkopos, se traduce como obispo, que significa supervisor, uno que vigila sobre los intereses de la iglesia, que supervisa su orden, y administra su disciplina. En este sentido se aplica de forma primordial y sublime al Señor Jesucristo como el Obispo Universal de Su Iglesia Escogida, y de forma particular como el Obispo, o Supervisor, de cada miembro individual de esa Iglesia.
Ahora, hay algo especialmente hermoso y reconfortante en este título de Jesús, en lo que se refiere a los intereses espirituales del creyente. Observa, Jesús es el Obispo, o Supervisor del alma, y no del cuidado providencial que Él también tiene del cuerpo. “El Obispo de vuestras almas”.
Escudriña a tu Señor, oh creyente, a modo de sostener esta alta, seria e íntima relación contigo, y recibir la instrucción divina y rico consuelo del Espíritu Santo, que tuvo la intención de comunicártelas de este modo.
Como el Obispo de nuestras almas, Él es Su Autor; por tanto, Él es más que todos los demás obispos eventualmente podrían ser —Él es el creador de los obispos. Por ende, Jesús demuestra Su Divinidad. Necesariamente el Creador debe estar ante y por encima de las cosas creadas. Entonces la Creación es adjudicada a Jesús. “Todas las cosas por Él (el Logos, el Verbo) fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. ¿A qué conclusión racional nos dirigen estas palabras, sino a que aquel Obispo de nuestras almas es de manera esencial y absoluta DIOS? ¡Oh bendita y confortadora verdad! ¡Cuánta sustancia y estabilidad da a la fe el reposar sobre la Redención! La Redención descansa, a su vez, en la DEIDAD.
Jesús es un Obispo Vivificador. De Él obtenemos más que vida natural; poseemos vida espiritual. “En Él estaba la vida” (Jn. 1:4), hecho imprescindible; en Él también estaba la vida mediadora; y esta vida estaba en Él para nosotros. “Cristo, nuestra vida” (Col. 3:4). ¡Dulce Pensamiento! La vida espiritual por la que nos convertimos, en el sentido más elevado en ‘almas vivientes’, está en Jesús y de parte de Jesús ¡nuestro Obispo! En virtud de nuestra unión con Jesús, llegamos a ser partícipes de Su vida; tenemos esto, no tanto en virtud de nuestra incorporación a Él sino por Su morada en nosotros por Su Espíritu. Por lo tanto, todo creyente tiene por la fe un Cristo resucitado o viviente morando en Su corazón a través del Espíritu. Y por este motivo el alma regenerada siempre está a salvo, ya que, antes de que éste pueda perderse, ¡el Salvador personal que mora en él, primero debería perecer!
Jesús también es un Obispo Redentor de Almas. Él ha hecho lo que ningún otro obispo alguna vez ha hecho o podrá hacer —Él murió por nosotros. La Iglesia de Cristo ha tenido sus obispos mártires pero, ellos únicamente murieron por la verdad, mientras que Cristo murió por Su Iglesia. La sangre de aquellos fue sangre que confirmó y dio testimonio —la sangre de Jesús fue sangre que expió y redimió. ¡Cuán apreciadas, entonces, para nuestro divino y redentor Obispo, deben ser las almas por quienes sufrió angustias en el huerto de Getsemaní y las agonías de la muerte en la Cruz!
Por último, Jesús es, en el sentido más divino y bendito, el Obispo, o Supervisor, de nuestras almas. Él nos protege, nos vigila, nos guarda y nos guía, a cada instante, con una vigilancia, ternura e individualidad inefablemente grande. “Los ojos del Señor están sobre los justos” (1 Ped.
3:12). El ojo de Su providencia vigila tu cuerpo y el ojo de Su gracia vigila
tu alma. Es la vigilancia del amor, ¡El eterno, redentor e inmutable amor! ¡Oh, que amoroso Obispo es Jesús! ¿Alguna vez alguien ha amado como Él? ¿Se ha escuchado, considerado o manifestado alguna vez tal amor como el de Jesús, el Obispo de nuestras almas?
¡Alma mía, mantente cerca del costado de tu Obispo! Ningún otro obispo posee Su autoridad, puede dar Su Espíritu, ofrecer Su sacrificio, o comunicar Su gracia. Los obispos terrenales no son sino hombres, hombres de pasiones como nosotros —pecadores, falibles y mortales. Pero Jesús es el Obispo Divino, a cuyos pies, oh alma mía, yaces —en cuya humilde autoridad te sometes— en el brillo de cuya mitra te regocijas, hasta que Él te exalte para que seas “rey y sacerdote” de la Iglesia del Cielo, en donde a Sus pies todas las coronas, diademas y mitras serán de manera devota y de adoración extendida, y Él será “EL SEÑOR DE TODO”.
(Por gentileza de E. Josué Zambrano Tapias)
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