No podemos entender la historia de la humanidad al margen de sus conflictos, sus revueltas, sus revoluciones. Esto es válido para la historia del mundo, la historia política, la historia social, la historia religiosa y, sin duda, para cualquier otro tipo de historia.
Para bien o para mal —y el largo pasado de la humanidad tiene muchos ejemplos de ambas cosas—, los humanos somos revolucionarios, siempre preparados para el conflicto. Pero somos revolucionarios confundidos e incoherentes, que a veces se rebelan contra una gran injusticia y a veces a favor de otra. Hoy vemos cómo la gente a nuestro alrededor se rebela contra la justicia, contra la verdad, contra el sentido común, contra el bien común. La revolución hace estragos a nuestro alrededor y, a veces, dentro de nosotros. Se trata de una revolución social y sexual, y recientemente hemos visto cómo nuestros tribunales y parlamentos han extendido su ataque a los baños y vestidores. Al hacerlo, han declarado una nueva y revolucionaria comprensión de los rasgos humanos esenciales del sexo y el género. Estos rasgos no son fijos, sino fluidos, nos dicen, no se asignan objetivamente, sino que se definen personalmente. Por eso es cruel, es malvado, es injusto exigir a las personas que utilicen un baño o un vestidor que no se ajuste a su identidad, a su autocomprensión. Con una palabra, con un memorándum, con el golpe de un mazo, han abierto las puertas del baño de par en par. Han declarado que aquellos que son buenos y justos, aquellos que realmente se preocupan por los demás y que desean estar en el lado correcto de esta revolución, aceptarán sus condiciones.
No parece haber un final a la vista, ni frenos para desacelerar o detener el ritmo de esta revolución. Lo que antes era inimaginable es ahora inevitable. Son tiempos inciertos, intimidantes y exasperantes. Pero, en cierto sentido, no son más que los mismos viejos tiempos.
La revolución sexual aquí en el siglo XXI no es una nueva revolución, sino una continuación de la que ha dominado la humanidad desde nuestros primeros días. Esta revolución comenzó cuando el hombre tomó la decisión de declararse independiente de Dios. Quería ser autónomo, quería abrirse camino en el mundo, responder sólo ante sí mismo, liberarse de la supervisión de su Creador y de tener que rendirle cuentas. Pero más que eso, quería destruir a ese Creador, escapar de su mirada vigilante, borrar la huella que este Creador dejó en cada alma humana. Porque el hombre sabe que es culpable ante este Creador. Puede dudar o negarlo, pero nunca podrá librarse por completo de ello. Para escapar de su culpa debe huir de su Creador. Para deshacerse de su culpa debe deshacerse de su Creador. Pero no puede. Este Creador no puede ser mirado por ojos humanos, ni dañado por manos humanas. ¿Qué hace entonces el hombre? Descarga su furia en lo más parecido a Dios y lo más precioso para Dios. Y aquí vemos la verdadera fuente y el verdadero objetivo de esta revolución.
No hay nada en el universo que se parezca más a Dios que la humanidad. De todo lo que existe, sólo la humanidad lleva la imagen de Dios, la huella especial de lo divino. Así que el hombre, incapaz de arremeter contra Dios, arremete contra el hombre. Algunas revoluciones lo hacen descaradamente mediante la muerte deliberada, la destrucción o el genocidio. El revolucionario de hoy lo hace de forma más sutil, atacando el sexo y el género. El sexo: la realidad objetiva de ser hombre o mujer y el género: los roles y comportamientos asociados a cada uno. Los ataca porque están muy cerca de la imagen de Dios. Si puede oscurecerlos, se acerca un poco más a oscurecer a Dios. Si puede destruirlos, se acerca más a la destrucción de Dios.
Dios hizo a la humanidad a su imagen y muestra su imagen en la creación y realidad del hombre y la mujer. Un género reduce su imagen y ningún género, tres géneros o infinitos géneros, distorsionan su imagen. Creó al hombre y a la mujer porque el hombre y la mujer lo dan a conocer. Puede que no conozcamos todas las complejidades y los misterios de esto, pero sabemos que es así.
Dios revela mejor su imagen a través de las mujeres femeninas y de los varones masculinos, no a través de cualquier otra forma de autodefinición o indefinición.
La revolución sexual es un ataque al corazón del hombre como medio para atacar el corazón de Dios. De este modo, la revolución sexual es un movimiento de odio disfrazado de amor, un movimiento de destrucción disfrazado de justicia. Por supuesto, nos refugiamos en el hecho —el dulce y reconfortante hecho— de que este es el mundo de Dios y estos son los tiempos de Dios y nosotros somos el pueblo de Dios.
Aunque no seamos capaces de ver el final de esta revolución, sabemos que Dios puede verlo, que Dios lo hace y que Dios lo hará. Y aún mejor, sabemos que Dios tiene sus propósitos en esta revolución y que debe ser glorificado en ella.
Tim Challies
(Gentileza de Esdras Josué ZAMBRANO TAPIAS)
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