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UN ESPÍRITU QUEJUMBROSO, Joni Eareckson Tada

 


Leer algo así de vez en cuando, me pone en mi justo lugar, me ayuda a recordar cuánto camino me queda por recorrer y me deja temeroso de Dios.

JOSÉ 

 

Por: Joni Eareckson Tada


El año pasado fue una temporada de pérdidas para mí. Empezó en primavera, cuando estuve hospitalizada veintiún días por una neumonía doble. La infección pulmonar ya era bastante grave, pero la prolongada estancia en cama me dejó el brazo derecho grueso por linfedema. Parte de eso estaba relacionado con mi antiguo tratamiento contra el cáncer, pero esto era diferente. Cuando mis pulmones mejoraron, me enviaron a casa, pero con un brazo más voluminoso y difícil de levantar.

Luego, a finales del verano, desarrollé una segunda infección respiratoria, mucho peor que la primera. Durante otra larga estancia en el hospital, noté más problemas en mi brazo derecho. Sin embargo, los médicos se centraron en el problema pulmonar, que ponía en peligro mi vida. Cuando la infección desapareció y pude volver a casa, era evidente que mi brazo había sufrido más daños. Los minúsculos músculos que tenía y que utilizaba para alimentarme habían desaparecido. Incluso con la férula en la mano, no podía llevarme la cuchara a la boca.

Hace décadas, tras quedar cuadripléjica a raíz de un accidente, los médicos me advirtieron que mis músculos parcialmente paralizados se atrofiarían, y yo sabía que mi brazo «bueno» y mis frágiles pulmones acabarían deteriorándose. Pero no era consciente de lo duro que sería perder la capacidad de respirar bien y mi independencia a la hora de comer. Como he dicho, fue un año difícil.

Mi carne se está desgastando, ¿y quién me culparía si me quejara? Desde luego, no el mundo: es natural que esperen que una anciana en silla de ruedas se queje de sus pérdidas. Pero los seguidores de Jesucristo deberían esperar más de mí. Mucho más.

¿Por qué discutes con Dios?

La Biblia aborda por primera vez el tema de las quejas en el libro del Éxodo. Las cosas empiezan bastante bien después de que el Señor realizara un milagro extraordinario en el mar Rojo. Al principio, todos estaban extasiados por atravesar un mar dividido a ambos lados como rascacielos de cristal. Con sus corazones rebosantes de alegría, todo el capítulo quince es un largo canto de alabanza:

Canto al Señor porque ha triunfado gloriosamente;

Al caballo y a su jinete ha arrojado al mar.

Mi fortaleza y mi canción es el Señor,

Y ha sido para mí salvación;

Este es mi Dios, y lo glorificaré,

El Dios de mi padre, y lo ensalzaré (Éx. 15: 1-2).

Sin embargo, unos versículos más tarde, su canción se desvanece. Sólo han transcurrido setenta y dos horas de viaje por el desierto sin encontrar agua, y ya murmuran y exigen a Moisés: «¿Qué beberemos?» (Éx. 15: 24).

¡Qué ironía que se quejaran por agua! ¿No recordaban que Dios acababa de dividir un mar entero? Su memoria se refrescó cuando Dios hizo que el agua amarga del desierto fuera lo suficientemente buena para que la bebieran. Sólo un par de acampadas después, volvieron a quejarse por agua. Esta vez Moisés les responde: «¿Por qué contienden conmigo? ¿Por qué tientan al SEÑOR?» (Éx. 17: 2).

Moisés los reprende duramente por disputar con el Dios que acaba de rescatarlos maravillosamente de la esclavitud. Por eso le «puso a aquel lugar el nombre de Masah y Meriba, por la contienda de los israelitas, y porque tentaron al SEÑOR, diciendo: “¿Está el SEÑOR entre nosotros o no?”» (Éx. 17: 7).


No endurezcan sus corazones

Hoy en día, ¿quién de nosotros se atrevería a contender así con Dios? Sin embargo, lo hacemos cada vez que nos quejamos, cada vez que discutimos alguna injusticia o que nos quejamos del tiempo de Dios o de la ausencia de provisión. Incluso cuando murmuramos (pensando que es apenas audible), todas nuestras quejas son un ataque contra una Persona: Jesús, el gran Yo Soy, que derramó un mar rojo de sangre para rescatarnos maravillosamente de la esclavitud. Cuando las cosas no salen como queremos y nos quejamos de ello, estamos en cierto modo dando pisotones, cruzándonos de brazos y exigiendo: «Señor, ¿estás entre nosotros o no?».

El Salmo 95: 7-10 es una repetición del fracaso del pueblo en Éxodo, salvo que esta vez no habla Moisés, sino el propio Señor. Y tiene un mensaje para nosotros:

No endurezcan su corazón como en Meriba,

Como en el día de Masah en el desierto,

Cuando sus padres me tentaron,

Me pusieron a prueba, aunque habían visto si obras…

«Es un pueblo que se desvía en su corazón

Y no conoce mis caminos». (Sal. 95: 8-10).

Cuando el pueblo de Dios adquiere el hábito de quejarse, se ha extraviado y ha abandonado los caminos de Dios.

«Un momento», dirán algunos. «No seas tan dura, sólo nos estamos desahogando un poco». Si quejarse fuera sólo un desliz de la lengua, podría entenderse, especialmente si esa persona fuera un creyente inmaduro. Pero cuando la postura principal de un cristiano es quejarse, se convierte en un rasgo de carácter, un espíritu quejoso. Un espíritu rebelde. Algunos cristianos pueden no verse a sí mismos como rebeldes de dura cerviz cuando graznan si se arruinan sus planes, pero las Escrituras hablan de un espíritu quejoso de una manera muy diferente.


Temblando sobre nuestras quejas

Siempre que un grupo de cristianos visita Joni and Friends [ministerio que fundó la autora] y pasa por mi oficina, me gusta dedicarles un rato y explicarles la razón de mi sonrisa en esta silla de ruedas. Tras las presentaciones y algunos comentarios, elijo a alguien para que tome la Biblia de mi estantería y busque el libro de Judas (tengo la página marcada). Entonces le pediré: «Lee el versículo quince, por favor».

Ajustándose las gafas, el lector dirá:

El Señor vino con muchos millares de Sus santos, para ejecutar juicio sobre todos, y para condenar a todos los impíos de todas sus obras de impiedad, que han hecho impíamente, y de todas las cosas ofensivas que pecadores impíos dijeron contra Él (Jud v. 14-15).

«¿Quiénes son estos impíos?», preguntaré. «¿Pedófilos? ¿Asesinos en masa? ¿Traficantes de drogas en los patios de los colegios?» Algunos asienten. Entonces me dirijo a la persona que tiene la Biblia y le pido que lea el siguiente versículo: 

«Estos son murmuradores, criticones, que andan tras sus propias pasiones» (Jud v. 16).

Concluyo la pequeña lección explicando cómo tendemos a considerar el pecado en una escala móvil. Colocamos en un lado las maldades groseras, como decir palabrotas en los bares y adorar a Satanás, y, en el otro, las nimiedades (quejas que parecen respetables). Pensamos que no somos tan impíos como esos malvados réprobos que participan en orgías y siguen el horóscopo. No somos impíos en absoluto; simplemente hablamos de cosas de vez en cuando.

El juicio incisivo de Judas, sin embargo, demuestra que Dios no hace distinciones cuando se trata del pecado, especialmente el pecado de la queja. Por eso, hace lo que nosotros consideraríamos escandaloso: coloca a los quejosos a la cabeza de una lista sórdida de apóstatas, conspiradores y fanfarrones «para quienes la oscuridad de las tinieblas ha sido reservada para siempre» (Jud v. 13).

Esto debería hacernos temblar.


Mi vida no me pertenece

Después de esas dos veces en el hospital, empecé una rigurosa terapia en casa para mis pulmones dañados. Dos veces al día, debo llevar un chaleco apretado que me hace vibrar violentamente el pecho durante quince minutos mientras inhalo esteroides a través de un nebulizador. «¿Cuánto tiempo tengo que seguir así?». Pregunté a mi neumólogo.

«Indefinidamente», respondió, «si quieres vivir».

Estaba perpleja. Esa primera semana había intentado ignorar toda la rutina, el terrible martilleo de la máquina-chaleco, así como los penetrantes vapores del nebulizador. Consideré la rutina como un desvío desagradable, una interrupción inconveniente hasta que pudiera volver a la carretera principal de la vida. Ah, "pero esta es tu vida", oí que me susurraba el Espíritu.

¿Tenía derecho a quejarme? En realidad, no poseo ningún derecho verdadero. Los puse todos a los pies de la cruz, de acuerdo con 1ª Corintios 6: 19-20: «Ustedes no se pertenecen a sí mismos? Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en sus cuerpos». El Hijo de Dios fue despedazado, y luego colgado para que escurriera como un trozo de carne ensangrentado en un gancho.

Si esto es lo que Jesús soportó para rescatarme, me niego a dignificar cualquier pecado que lo empaló a ese maldito madero.

No voy a consentir nada que haya contribuido a clavar los clavos más profundamente. Renuncié a mi "derecho" a quejarme para poder glorificar al Dios todopoderoso a través de mis dificultades. Cualquier otra cosa encoje mi alma.


Los males de un espíritu quejoso

Un espíritu quejoso abusa de la bondad de Cristo, porque Dios «nos resucitó con [Cristo]… a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef. 2: 6-7). Dios nos resucitará un día para mostrar las riquezas y la bondad de su gracia a través de nosotros. No me atrevo a disminuir ese momento glorioso con una lengua negativa. Desde el Cielo un espíritu quejumbroso sólo demostraría que yo veía su bondad como muy escasa para mí en la tierra.

Un espíritu quejoso revela una comprensión deformada de los caminos de Dios con respecto al sufrimiento. A lo largo de los años, Cristo ha utilizado mi cuadriplejia para arrancar mi corazón de este mundo y fijarlo al suyo. Jesús ha capturado mi corazón, arruinándome totalmente para los deleites mundanos (disminuyendo así cualquier tendencia a quejarme). Mi satisfacción no está ligada a las cosas terrenales; he sido liberada para buscar los gozos de la eternidad (2ª Cor. 4: 18). Quejarme disminuye la recompensa eterna que mi sufrimiento podría haber ganado. Reduce mi herencia celestial.

Un espíritu quejumbroso debilita nuestra confianza en las promesas de Dios. El Salmo 106: 24-25 dice: 

«Aborrecieron la tierra deseable, 

No creyeron en su palabra, 

Sino que murmuraron en sus tiendas, 

Y no escucharon la voz del Señor». 

El cristiano que se regodea en la queja siente la tentación de creer que Dios podría abandonarlo, que Dios no siempre es de ayuda en tiempos difíciles o que falta la gracia divina para cualquier necesidad. Tiene cada vez más sospechas de que la Palabra de Dios no es siempre digna de confianza. Piensa que el sufrimiento no vale el escaso beneficio eterno que reporta (Heb. 13: 5; Sal. 46: 1; 2ª Cor. 12: 9; Sal. 62: 8; 2ª Cor. 4: 17).

La terapia de percusión torácica en casa fue una patada en la dirección correcta. Sin perder una semana más, decidí aprovechar ese tiempo para memorizar las Escrituras. Mi esposo abrió la carpeta blanca de tres anillos que contiene los pasajes que he memorizado o que estoy en proceso de aprender de memoria. Colocó la carpeta sobre mi cama, donde yo pudiera verla y, mientras el nebulizador silbaba y el chaleco me sacudía el pecho, memoricé un grupo de pasajes de las Escrituras. Efesios 1 y parte del capítulo 2 se han convertido en una vacuna contra cualquier idea de murmuración, al igual que el Credo Niceno y los Salmos 84, 92 y 121.

Estoy segura de que estarás de acuerdo en que el sufrimiento contiene naturalmente la semilla de la queja. Pero cuando es cultivado por el Espíritu de Dios, la prueba «a los que han sido ejercitados por medio de ella, después les da fruto apacible de justicia» (Heb. 12: 11).


La queja es una enfermedad contagiosa

Todas las mañanas llegan a nuestra casa una o dos amigas para preparar el café y darme un baño en la cama, hacer las rutinas de aseo, vestirme y sentarme en mi silla de ruedas. A veces las escucho en la cocina preparando las cosas y pienso: "Señor, tengo un dolor enorme y no tengo fuerzas para este día, y mucho menos para estas queridas ayudantes. No tengo sonrisa para ellas. Pero Tú sí. Así que, por favor, préstame tu sonrisa".

En el momento en que abren la puerta de la habitación con una taza de café recién hecho, mi actitud ya está moldeada para todo el día. Tengo la gracia sonriente de Dios. Estoy lista para servirles como ellas me sirven a mí. Efesios 4: 16 dice que somos uno con los demás creyentes, y se espera que actuemos como tal: 

«De quien todo el cuerpo, estando bien ajustado y unido por la cohesión que las coyunturas proveen, conforme al funcionamiento adecuado de cada miembro, produce el crecimiento del cuerpo para su propia edificación en amor».

Mi función en el cuerpo es edificar a los demás, afrontando mis problemas con ellos en mente.

Si yo me quejara de mi dolor y mi parálisis, disminuiría el caminar espiritual de estas chicas. Sembraría semillas negativas de discordia, liberándolas para quejarse de sus propios dolores de cabeza y dificultades. Esto mismo sucedió en Números 14: 36: 

«En cuanto a los hombres a quienes Moisés envió a reconocer la tierra, y que volvieron e hicieron murmurar contra él a toda la congregación dando un mal informe acerca de la tierra».

No puedo prestar un mejor servicio a la gente que me rodea, incluyendo a las chicas que me ayudan por las mañanas, que el de no quejarme.


¿Esperamos más de nosotros?

¿Qué fue de mi brazo y del problema para alimentarme? Bueno, nunca mejoró, pero no quiero que ninguna queja se atreva a encoger mi alma, deshonrar a mi Señor, disminuir mi herencia o impactar negativamente a los demás.

Así que, cada viernes por la noche, mi vecina Kristen viene a casa a la hora de comer para cortarme la comida y llevármela a la boca para que yo pueda disfrutar de la cena mientras mi esposo disfruta de la suya. Pero para asegurarme de que no me permito ni un centímetro de conmiseración, siempre me tomo un momento para bendecir sus manos: «Señor, ilumina con tu favor a Kristen, que esta noche te sirve sirviéndome a mí» (Col. 3: 23-24). Esta bendición probablemente me ayude a mí tanto como a ella.

¿Sueno como una santa en un pedestal? Difícilmente. Porque yo no debería ser la excepción. Después de todo, Tito 2: 7 fue escrito para todos nosotros: «Muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras». No hay nada bueno en un espíritu quejoso. Sí, los seguidores de Jesucristo deberían esperar más unos de otros. Mucho más.


[Gentileza de Esdras Josué ZAMBRANO TAPIAS]

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