¿DEBE UN CRISTIANO TOMAR PARTE EN LA POLÍTICA?
H. P. Barker
A la presente pregunta, muchos responden: «¡Claro que sí! Cuanto mejor cristianos sean, tanto mejor políticos serán».
Es innegable el hecho de que numerosos cristianos participen en política. Lo hacen en nombre de la justicia y para el bien de sus semejantes. Sin embargo, la pregunta primordial del siervo de Cristo siempre debería ser: ¿Qué es lo que agrada a mi Señor? ¿Hemos de buscar lo que le agrada? El Señor ¿no expresó nada en su Palabra en cuanto a este tema? Veamos lo que hay.
¿Qué es un cristiano?
Los personajes del Antiguo Testamento, tales como Abraham, Moisés o David, ¿fueron cristianos? No hay ninguna duda de que tuvieron una verdadera fe, de que fueron verdaderos creyentes; pero no eran cristianos.
Un cristiano conoce a Jesucristo como su Salvador personal, quien murió por él en la cruz. Por la fe en Jesús, fue justificado y ha venido a ser hijo de Dios. Pertenece a la esfera de las bendiciones particulares que fue introducida con la llegada del Espíritu Santo a la tierra, después de la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo a la gloria. El Espíritu Santo mora en él, y lo une a Cristo en los lugares celestiales. Junto con sus hermanos en la fe, es llamado con un llamamiento celestial y bendecido con toda bendición espiritual. Es visto como muerto con Cristo y resucitado con él. Su posición es la de una identificación con Cristo. Y hasta el día en que todas las cosas sean manifestadas, es llamado a caminar a la luz de estas verdades, como extranjero y peregrino en la tierra.
Todo esto nos lo muestra claramente las Santas Escrituras. Vale la pena examinarlas de cerca para convencerse de ellas.
Querido lector, ¿está seguro de ser cristiano? ¿Está justificado de todo pecado, y mora el Espíritu Santo en usted? ¿Es miembro del cuerpo de Cristo del que Él mismo es la cabeza glorificada en el cielo? ¿Puede Dios hablar de usted como si fuese uno de sus hijos?
Israel y la Iglesia
Para tener una vista general del asunto que nos ocupa, recordemos que agradó a Dios, en sus consejos para con los hombres, escoger dos pueblos según su buena voluntad.
El primero fue Israel. Amado con un amor eterno y escogido desde la fundación del mundo, ese pueblo fue llamado por Dios para ocupar un lugar único en la tierra, para bendición de todos los otros pueblos. No obstante, faltó por completo a su vocación. Después de muchos siglos de pecado y de rebeldía, su maldad culminó con la crucifixión del Mesías prometido. A causa de ese tan terrible acto, Dios suspendió sus relaciones con ese pueblo culpable, sin que por eso tal sanción fuese definitiva. Muchas profecías hablan claramente de un día en el que Dios hará volver los corazones de los hijos de Israel hacia Cristo. Entonces, restablecerá relaciones directas con ellos y vendrán a ser el medio por el cual Dios podrá bendecir a todas las naciones de la tierra.
Al esperar la restauración de Israel, Dios sacó a la luz el propósito que había concebido antes de la fundación del mundo referente a la Iglesia. Hombres y mujeres, sacados tanto de entre los gentiles como de los judíos, debían ser congregados en uno para pertenecer de un modo particular a Cristo, a fin de ser sus coherederos y estar estrechamente unidos a él.
Este hecho era un misterio escondido durante los siglos anteriores. Sin embargo, la revelación de ese misterio constituye uno de los rasgos característicos del cristianismo, y lo distingue de todo lo que tuvo lugar antes, así como de todo aquello que sucederá (Efesios 3).
Israel, por decirlo así, fue puesto de lado, de modo que la Iglesia (compuesta de todos los verdaderos cristianos a partir de Pentecostés) ocupase el primer plano. Cuando ella haya terminado su curso en la tierra y haya alcanzado su glorioso destino en el cielo, Israel entonces será restablecido y vendrá a ser el centro de bendición de Dios para la tierra.
Con frecuencia se habla de Israel y de la Iglesia como «el pueblo terrenal» y el «pueblo celestial» de Dios, respectivamente. Estas expresiones son muy apropiadas. Israel fue llamado con un llamamiento terrenal, con promesas relacionadas con la tierra, mientras que el llamamiento de la Iglesia es celestial, su vocación es celestial y sus bendiciones están en los lugares celestiales. Esa diferencia es evidente si nos referimos a los pasajes de las Escrituras que nos hablan de esas dos grandes categorías de bendiciones, una para los judíos, la otra para los cristianos.
Dos grandes categorías de bendiciones
Veamos primeramente lo que dice Deuteronomio 28, y fijémonos de qué naturaleza son las bendiciones prometidas. “Vendrán sobre ti todas estas bendiciones... Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Benditas serán tu canasta y tu artesa de amasar” (v. 2-5). Y así sucesivamente.
Inmediatamente vemos que las bendiciones prometidas a los israelitas a causa de su obediencia estaban unidas a la prosperidad en la tierra.
En Efesios 1:3, ¡cuán diferentes son!: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”.
¿Qué representa el “nos” en este versículo? ¡Los cristianos! Nuestras bendiciones son espirituales, son celestiales, en contraste con las bendiciones temporales y terrenales prometidas al israelita piadoso y obediente.
Los cristianos no recibieron ninguna promesa en cuanto a su prosperidad terrenal. Al contrario, los más piadosos frecuentemente fueron los más pobres. Veamos por ejemplo al apóstol Pablo. Dijo de sí mismo: “Hasta esta hora padecemos hambre, tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija” (1 Corintios 4:11). Hay una gran diferencia entre ser bendecido en su canasta y en su artesa con lo que dice este pasaje.
Nunca se insistirá bastante sobre el hecho de que la ciudadanía del cristiano está en los cielos (Filipenses 3:20). Esta palabra “ciudadanía” guarda estrecha relación con el tema que nos ocupa: la política.
Algún cristiano quizás dirá: «Me gustaría tener un carácter más celestial». Es un deseo bueno, si uno piensa en la marcha y en la conducta. ¡Quiera Dios que todos seamos más celestiales! Pero, nuestras numerosas debilidades no deben conducirnos a minimizar la verdad fundamental de que nosotros, los cristianos, somos un pueblo celestial según el propósito y el llamamiento de Dios. A diferencia de Israel, pertenecemos al cielo; es allí donde se halla nuestra ciudadanía.
El rechazo de Cristo
Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, ya había hombres ocupados en la construcción de un gran sistema mundial. La religión tenía su sitio en esa estructura; no obstante, no había lugar para Él allí. Era como un cuerpo extranjero. Era “la piedra que desecharon los edificadores” (Mateo 21:42).
Los hombres siempre están construyendo, y vemos a nuestro alrededor el gran edificio del sistema mundial. ¡Qué fabuloso sistema! En él hay lugar para más o menos todo lo que uno desea. Sin embargo, notémoslo bien, ese gran sistema permanece cerrado para Cristo. Los jefes de este mundo le rehusaron un lugar y le crucificaron.
Para un corazón honesto, este hecho capital revelará todas las cosas en su verdadera luz. Nunca deberíamos olvidar que estamos de paso en un mundo que no quiso a nuestro Señor y que lo cubrió de vergüenza. ¿Somos conscientes de ello? Este único hecho, ¿no nos lleva a considerar este mundo como el “valle de sombra de muerte”? ¿Cómo podríamos compartir las esperanzas y ambiciones de este mundo mientras que Aquel a quien amamos fue y sigue siendo excluido?
Además, este mundo ha recibido al gran enemigo de Cristo, a Satanás, como príncipe y como dios. Desde el punto de vista político, Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 14:30), y desde el punto de vista religioso, es “el dios de este siglo” (2 Corintios 4:4).
Entonces, ¿nos es difícil comprender que el presente siglo es malo? Así lo califica Gálatas 1:4. Este pasaje nos enseña que Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo”. Pertenecemos a otra esfera. Hoy es el tiempo del dominio de Satanás. El Señor, hablando de sus rescatados, dijo explícitamente: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16). Ningún pasaje nos dice que el cristiano sea puesto en este mundo para mejorarlo. Su deber es dar testimonio de Aquel que fue rechazado, y al cual estamos unidos desde ahora y por la eternidad.
Dejémonos impregnar del gran hecho de que Cristo fue rechazado, y preguntémonos con sinceridad si es digno tener otro papel que el de extranjeros en este mundo.
La vida de Cristo en la tierra
Sin duda ya hemos desarrollado una gran parte de la respuesta a la pregunta del título. Los hechos y principios que hemos considerado muestran con evidencia que sólo existe una posible respuesta: no.
No obstante, todavía hay otras cosas que deben llamar nuestra atención. Primeramente veamos lo que podemos aprender de la vida del Señor en la tierra.
En aquella época hubo gran agitación política. Judea fue anexada por el Imperio Romano, y un gobernador representaba en Jerusalén el tan aborrecido poder pagano. El sentimiento nacional estaba vivo. Los fariseos estaban al acecho de una ocasión para derribar el poder y liberarse del yugo que los exasperaba. En tales circunstancias, ¿no se hubiera podido esperar del Señor que expusiera su punto de vista en cuanto a aquella situación política? Hubiera podido otorgar su apoyo, ya sea al partido nacional, con tendencia patriótica y religiosa, ya sea al partido romano representado por los herodianos. En cierta ocasión, representantes de esos dos partidos opuestos trataron de obtener una opinión política de parte del Señor, por medio de una hábil pregunta: “¿Es lícito dar tributo a César, o no?" (Mateo 22:17). ¿Les aconsejaría soportar pacientemente el yugo de los romanos, o rebelarse contra ellos?
Para un hombre político, ¡qué ocasión más brillante para hacerse entender! Representantes de los dos partidos más importantes del país esperaban con impaciencia una respuesta. ¿Qué iba aconsejar el gran Maestro? ¿Se adheriría al lado de los del gobierno o preconizaría seguir el movimiento de la resistencia?
Pronto se vio que el Señor nada tenía que decir sobre la política de la época. Su misión entre los hombres consistía en recordar los derechos de Dios al corazón y a la conciencia de aquellos que le rodeaban. Por eso, al mostrarles una moneda destinada a pagar el tributo imperial, preguntó: “¿De quién es esta imagen, y la inscripción? Le dijeron: De César. Y les dijo: "Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:20-21).
Probablemente, esta respuesta suscitó murmuración en el partido de los fariseos. «¡Qué carencia de patriotismo!» pudieron pensar. «¿Por qué no incitó a las personas a luchar por la libertad y a resistir contra la tiranía?» No es posible recordar este incidente sin ver que el Señor Jesús rehusó deliberadamente tomar posición en cuanto a una cuestión política.
Anteriormente, el Señor habría tenido la oportunidad de tomar el mando de una muchedumbre entusiasta pronta a defender la independencia de la Galilea, provincia del norte de Palestina. La gente había estado tan impresionada por el poder del Señor, cuando alimentó a una gran multitud con algunos panes y unos pececillos, que decidieron hacer de Él su rey (Juan 6:15). No fue con este fin que vino a la tierra. No deseaba ser arrastrado en un movimiento semejante y se retiró al monte Él solo. No era hombre de política. Su designio era servir a Dios y salvar a los hombres.
En otra ocasión, se le pidió al Señor desempeñar el papel de árbitro, a continuación de una disputa. ¿Qué hubiéramos hecho en semejante circunstancia? ¿Hubiéramos pensado que era una excelente ocasión para rendir justicia y así hacer una buena obra entre los hombres? ¿Hubiéramos aceptado desempeñar ese papel? Notemos bien que nuestro Maestro no lo hizo. “Mas él le dijo: Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (Lucas 12:14). Su tarea era muy distinta y de lejos más importante.
Quizás alguien preguntará: «¿Tiene un arbitraje algo de malo?» Evidentemente no. Un arbitraje es mejor que una disputa. Es preferible que el mundo arregle sus conflictos por medio del diálogo antes que por la guerra. Sin embargo, es sorprendente que el Señor Jesús ha dejado ese género de asuntos a otros. No condenó el arbitraje, pero tampoco participó en él. Esto formaba parte de una categoría de cosas que no concernían a lo que Él llamaba “los negocios de mi Padre” (Lucas 2:49). Y el camino del divino Maestro es sin duda aquel que debe seguir todo discípulo.
Los primeros tiempos del cristianismo
Al principio del cristianismo, la esclavitud era una institución bien establecida y de una crueldad sin igual. Se habría podido pensar que los siervos de Cristo se sintieran llamados a emprender una campaña para intentar abolirla. Sin embargo, la epístola a Filemón nos muestra que los cristianos de esos primeros tiempos no movieron ni un dedo para que cambiase aquella situación. Onésimo, un esclavo que había huido, se convirtió por medio de la predicación del apóstol Pablo en Roma. En lugar de aprovechar la ocasión para denunciar el mal de la esclavitud, el apóstol envió expresamente a este esclavo a su amo cristiano, con un mensaje lleno de amor y de delicadeza. Le pidió que recibiera a su esclavo como a un hermano en Cristo.
Ningún cristiano puede permanecer indiferente a los malos tratos infligidos a los esclavos, ya se trate de aquella época o de hoy en día; sin hablar de los horrores ligados al comercio de esclavos que existe aún en algunos lugares de la tierra. Sin embargo, el recurso del cristiano es Dios mismo; pero ¡no la agitación, ni la propaganda política, ni las peticiones dirigidas al Parlamento, ni las movilizaciones de muchedumbres! No; el recurso es penetrar en la presencia de Dios para depositar la carga que el mundo hace pesar sobre nuestro corazón y volver a salir para anunciar las Buenas Nuevas de Cristo a los hombres.
De esta manera, el cristiano podrá servir a su Maestro correctamente. Así nos lo muestra el Nuevo Testamento.
El tiempo actual
En una época en la cual el espíritu democrático ha penetrado en todas partes, no debemos olvidar que los cristianos son exhortados a “honrar al rey” (1 Pedro 2:17). ¿Quién estaba en el trono cuando el apóstol Pedro escribió esta exhortación? Ciertamente no era un buen soberano. Era Nerón, uno de los peores tiranos que el mundo jamás hubiera conocido. Un hombre que hizo matar a su madre y a su esposa, quien era la encarnación del vicio y de la crueldad, llevaba la corona imperial. Sin embargo, los cristianos no fueron llamados a participar de ningún movimiento para intentar derribar al emperador, o para instituir un mejor gobierno. Debían perseverar en una tranquila obediencia, sufriendo “molestias padeciendo injustamente”, si eran llamados a eso. Más aún, a causa de su posición, debían honrar al rey (1 Pedro 2:13-17, 19). Toda autoridad es establecida por Dios (Romanos 13:1); el cristiano debe someterse a ella, y no oponerse.
Ciertos cristianos ven las cosas de otra manera. Piensan que deben hacer todo lo posible para dar una dimensión moral a la vida pública, una dimensión de honradez.
Los que hablan así, deberían considerar el caso de Lot. Éste era un hombre justo (2 Pedro 2:7), pero cometió un grave error. Después de haberse establecido en la ciudad de Sodoma, aceptó una posición de autoridad. Le vemos que “estaba sentado a la puerta de Sodoma”, lugar donde ocupaban un escaño los magistrados (Génesis 19:1). Anhelaba justicia, en este malsano ambiente de Sodoma. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron un total fracaso. Su testimonio fue vano, sus advertencias ignoradas y la destrucción de la ciudad hizo de él un fugitivo arruinado, quien acabó miserablemente sus días en una cueva. ¡Qué triste lección!
Alguien aún podría preguntar: ¿No es correcto procurar elegir los mejores candidatos al Parlamento? ¿No dictarían así las mejores leyes y no sería el país mejor dirigido? Uno podría pensar de esta manera, pero con frecuencia ocurre todo lo contrario. Es notable notar que, cuando llegó el tiempo para que Dios estableciese un hombre para gobernar el mundo entero, escogió a un hombre violento y tirano tal como lo era Nabucodonosor. Este hombre fue el jefe del primer gran imperio de las naciones, cuando Israel fue privado del favor de Dios a causa de su desobediencia. En lugar de dejarlo bajo el poder de reyes del linaje de David, Dios entregó a su pueblo en manos de los gentiles, bajo la autoridad de Nabucodonosor, la “cabeza… de oro” de Daniel 2:32. Dios está por encima de todo y puede cumplir su voluntad tanto mediante hombres malos como mediante buenos. Que los cristianos se dediquen a las cosas que conciernen a su Maestro y que dejen al mundo ocuparse de las cosas que conciernen a su maestro.
Los días venideros
Para el atento lector de la Palabra, es evidente que Satanás tiene la vara en alto sobre todo el gran sistema de este mundo. Ese sistema todavía no ha llegado a su apogeo, pero su desarrollo nos es descrito en las profecías.
Los países de Europa tienen un preponderante papel que desempeñar en este vasto sistema organizado por el diablo. Constituirán una federación de diez reinos, gobernados por un jefe que las Escrituras llaman “la bestia” (Apocalipsis 13). Los judíos, de vuelta a Palestina y todavía incrédulos, tomarán por rey a un hombre cuya maldad será sin freno, “el anticristo”. La bestia y el anticristo formarán una alianza y resultará una profusión de mal en la tierra. Podríamos extendernos vastamente sobre las terribles cosas que entonces acontecerán. Los juicios de “los moradores de la tierra” serán indescriptibles y sus sufrimientos horrorosos. Muchos detalles con referencia a esto los encontramos en los libros de Daniel y del Apocalipsis. Seamos plenamente conscientes de que ése es el desenlace al que tiende la política de hoy día.
No obstante, si Satanás está construyendo ese gran sistema que él domina, Dios también tiene un plan a la vista, un plan de importancia del cual Cristo es el centro. Aquí no hablo del cielo ni del estado eterno, sino del reino de Cristo conocido con el nombre de Milenio, los mil años de bendición y de gloria en la tierra.
En Daniel 2:34-35, vemos el gran sistema mundial destruido por “una piedra… cortada, no con mano” que vino a ser “un gran monte que llenó toda la tierra”. Este pasaje nos muestra aquello que reemplazará al gran sistema de este mundo después de su destrucción. “El Dios del cielo levantará un reino” (v. 44). Numerosas profecías testifican que Jerusalén será la capital de ese maravilloso reino y que un reino de justicia y de paz será establecido hasta los confines de la tierra. Entonces, los hombres meterán sus espadas en sus vainas y no harán más guerra.
Sin embargo, el cristiano tendrá su parte en una esfera más elevada y mucho más gloriosa. Si el mundo venidero tiene su lado terrestre, también tiene uno celeste, el reino del Padre. En éste, en calidad de hijos, estaremos para siempre en nuestra morada. En adoración, podremos contemplar todas las glorias de Cristo en relación con la bendición de los hombres en la tierra, pero estaremos con él, morando en el amor del Padre, y conociendo como hemos sido conocidos (véase 1 Corintios 13:12).
¡Qué maravilloso es! Ahora, ya podemos regocijarnos de esa escena de amor y de vida. Todavía no estamos allí, pero sí podemos entrar allí por el poder del Espíritu Santo y gozar de ese reino de felicidad. El Espíritu despliega sus glorias en nuestro corazón y nos hace ver a Aquel que es el centro, al Hijo amado del Padre.
Si conociésemos más el gozo de esa morada, por el Espíritu de Dios viviríamos en una esfera donde las ambiciones de este mundo no tienen ningún lugar. También buscaríamos pasar el tiempo de nuestra estancia aquí abajo, no actuando por cuenta del sistema de este mundo, sino cumpliendo la voluntad de Dios y defendiendo los intereses de Aquel que fue rechazado en la tierra, pero elevado arriba.
NOTA DEL ADMINISTRADOR:
Un grandísimo amén. Nosotros hace años ya que gracias a Dios entendimos este asunto. Desde entonces ni participamos en las elecciones, porque entendemos que participar es refrendar el corrupto sistema babilónico mundano.
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