Cuando Dios le dio dominio a Adán en Génesis 1: 26-28, delegó la autoridad al hombre. La autoridad no es soberanía, pero es muy real y debe tomarse en serio. El abuso de Adán de su autoridad no la negó, aunque inició un largo proceso de degeneración en el caos, que culminó al final de la Edad (hoy).
La soberanía (dunamis) y la autoridad (exousia) coexisten, cada una con su propio nivel de poder. Lo que los hombres llaman “libre albedrío” es en realidad el ejercicio de la autoridad, la cual, a su vez, está sujeta a la soberanía de Dios de quien la autoridad deriva su existencia. Cuando se ejerce adecuadamente, pensaremos y haremos todas las cosas de acuerdo con la voluntad de Dios en conformidad con su naturaleza.
Dios mismo respeta la autoridad del hombre, porque Él lo creó y porque su plan es crear hombres (y mujeres, por supuesto) a su propia imagen. El producto final es hacer del hombre un perfecto reflector de la naturaleza divina, un reflejo de Sí mismo. Jesucristo fue la primicia del éxito de Dios al manifestar su imagen en la Tierra (Hebreos 1: 3). Eso se logró en su Primera Venida. La Segunda Venida de Cristo está diseñada para producir un cuerpo de personas que estén transformadas a la imagen de Dios y que sean como Cristo, su Cabeza.
Dios no interviene e interfiere con frecuencia con la autoridad del hombre. ¿Por qué? Porque la autoridad fue creada por su Palabra en Génesis 1: 26. Su Palabra manifiesta su naturaleza, que Dios respeta. Los hombres han interpretado esto en términos de “libre albedrío”, que es un término filosófico; mientras que la autoridad en realidad está arraigada en la Ley, que es el estándar de medida basado en la naturaleza de Dios.
Los resultados del pecado de Adán se han visto a lo largo de la historia. Incluso las personas justas no son completamente justas, porque “todos pecaron” (Romanos 3: 23) y “no hay justo, ni aun uno” (Romanos 3: 10). Los creyentes han buscado la justicia diligentemente, y muchos se han preguntado por qué Dios no interviene para hacerlos realmente justos. No han entendido la santidad de la autoridad. No entienden que en el momento en que Dios delegó autoridad, Él mismo se limitó por Ley dentro de ciertos bordes de tiempo. En otras palabras, una vez que Dios ha hecho un decreto, Él está obligado por él, habiendo elegido limitar su forma de lograr su meta (Plan). Por su soberanía, Él podría chasquear sus dedos y poner todas las cosas bajo sus pies, pero al haber delegado la autoridad, el plan se retrasa y se prolonga en el tiempo. Afortunadamente, el tiempo mismo está sujeto a la soberanía de Dios, por lo que su periodo de jurisdicción es finito. Sin embargo, durante su periodo de jurisdicción, la autoridad del tiempo es real, y ni siquiera Dios mismo puede quebrantar su Palabra. Su intervención directa está limitada por la autoridad del hombre, así como la autoridad del hombre está limitada por la soberanía de Dios.
Quizás podríamos decir que autoridad significa que debemos actuar como si tuviéramos libre albedrío. Sin embargo, si redefinimos el "libre albedrío" en términos de autoridad, aún podríamos usar el término sin violar el principio detrás de él. El asunto es que el “libre albedrío” del hombre está sujeto a la soberanía de Dios.
Leyes de tierras
La Ley dice en Levítico 25: 23,
23 Además, la tierra no se venderá definitivamente, porque la tierra es mía; porque vosotros sois extranjeros y peregrinos para conmigo.
La “Tierra Prometida”, en términos de bien raíz, fue dada a las tribus y familias de Israel como su herencia. Dios les dio autoridad sobre la tierra, pero Dios retuvo la soberanía sobre ella. El pueblo hablaba en términos de poseer su propiedad, pero en realidad eran arrendatarios de la tierra de Dios. Su autoridad era real, pero estaba limitada por la soberanía de Dios.
Estamos hechos del polvo de la tierra (Génesis 2: 7). Probablemente, sea por eso que Levítico 25: 23 parece equiparar la tierra con el pueblo mismo, a quienes se describe como "extranjeros y peregrinos", en lugar de como terratenientes. Los hombres no se crearon a sí mismos; por lo tanto, ningún hombre se posee a sí mismo. Los padres tampoco son dueños de sus hijos, porque la procreación hace hijos por la autoridad del hombre, siendo Dios mismo el Creador. En otras palabras, los padres hacen hijos del mismo polvo de la tierra que Dios creó. Por lo tanto, su “propiedad” está sujeta a la soberanía de Dios.
Por esta razón, ningún hombre tiene autoridad para vender su “tierra” de forma permanente. Su autoridad es limitada. Si un hombre vende su alma al diablo, por ejemplo, sufrirá las consecuencias sólo hasta el nivel de su autoridad. Pero al final, la soberanía de Dios tomará el control y reclamando toda la tierra. Tal es la naturaleza de los derechos del Creador.
El mundo entero ha sido vendido a la esclavitud del pecado a causa del pecado de Adán, que llevó a cabo según su autoridad. Sin embargo, Dios aún retiene la propiedad de la tierra y la reclamará al final (1ª Corintios 15: 27-28) como un acto de soberanía. Esto es la Restauración de Todas las Cosas.
La Ley de Dios especifica que el tiempo de trabajo del hombre bajo la esclavitud es mitigado por las Leyes de la Redención hasta que la Ley del Jubileo lo libere. Un pariente tiene el derecho de redención durante su tiempo de servidumbre, y el mismo pariente también retiene el derecho de perdonar cualquier deuda que se le deba. Pero “aunque no sea redimido por estos medios, aún saldrá en el año del jubileo” (Levítico 25: 54).
La singularidad del Jubileo
La mayoría de las religiones reconocen al Creador y, al menos hasta cierto punto, entienden que Dios tiene derechos. Sin embargo, la Ley del Jubileo únicamente está en la Biblia. A los hombres normalmente no les gusta la idea de liberar a los esclavos, ni siquiera después de 49 años de cautiverio. Por lo tanto, la revelación del Jubileo ha caído en saco roto durante la mayor parte de la historia.
La Ley del Jubileo es la afirmación de Dios sobre sus derechos como Creador para tomar posesión de lo que Él creó. Anula la voluntad del hombre al término de su autoridad, para que su Plan para la Tierra y para la humanidad como un todo pueda cumplirse como se planeó originalmente. Esta afirmación anula la voluntad del hombre.
Hasta el momento del Jubileo, el decreto anterior de Dios que juzga a Adán y su estado aún prevalece, limitando la "capacidad" de Dios (por así decirlo) para liberar a los hombres. Aun así, los hombres y las naciones han podido alcanzar un mínimo de libertad a través de las Leyes de la Redención. Aquí es donde la fe y la obediencia a las Leyes de Dios se vuelven primordiales. La fe del Antiguo Pacto logró cierto nivel de libertad bajo Moisés, pero la fe del Nuevo Pacto tiene un mayor poder de libertad.
La fe del Nuevo Pacto, sin embargo, no nos libera inmediatamente del pecado en el sentido más completo. Somos imputados justos, donde Dios llama lo que no es como si fuera (Romanos 4: 17 KJV). Pablo ilustra este principio con la historia de Abraham, quien creyó a Dios y le fue imputado o contado (logizomai) por justicia (Romanos 4: 21-22). Dios no anuló su juicio original por el pecado de Adán, pero aun así declaró a Abraham legalmente justo. Así es para todos los que comparten la fe de Abraham (Romanos 4: 24).
Tenga en cuenta que Dios no podía revocar su decreto original que hizo a Adán mortal y corruptible. Ese decreto sobre Adán y su patrimonio no se anulará por completo hasta el gran Jubileo de la Creación, que, según creo, ocurrirá después de que hayan transcurrido 49.000 años. Ahora vivimos al final del sexto “día”, es decir, el comienzo del primer milenio sabático, porque un día es como mil años (2º Pedro 3: 8).
El milenio sabático que se avecina es una liberación parcial, diseñada para dar descanso a la Tierra del trabajo y la esclavitud a Misterio Babilonia (Éxodo 23: 10-12). No significa que la Tierra será completamente liberada de la esclavitud que se remonta al pecado de Adán. Revertir todos los efectos del pecado de Adán requiere la Ley del Jubileo.
La tierra prometida
Justo antes de que Dios permitiera que Israel entrara en la Tierra Prometida bajo Josué, le dijo a Moisés en Deuteronomio 7: 1-2 que debían “destruir por completo” a las naciones que vivían en Canaán. Los israelitas obedecieron parcialmente, pero no completamente. En Jueces 2: 2, Dios se quejó,
2 “... y en cuanto a vosotros, no haréis pacto con los habitantes de esta tierra; derribaréis sus altares”. Mas vosotros no me habéis obedecido; ¿Qué es esto que habéis hecho? 3 Por eso también dije: “No los echaré de delante de vosotros, sino que serán como espinas en vuestros costados, y sus dioses serán una trampa para vosotros”.
Una vez más, Dios parecía estar sorprendido y casi impotente ante la desobediencia. Israel había abusado nuevamente de su autoridad por su obediencia parcial. Está claro que mientras permanecieron bajo la sentencia de muerte por el pecado de Adán, no pudieron cumplir toda la justicia bajo el Antiguo Pacto, que estaba basado en el voto o promesa del hombre a Dios.
Así que Israel cayó bajo un juicio adicional que probaría sus corazones. Jueces 2: 20-23 dice:
20 Entonces la ira del Señor se encendió contra Israel, y dijo: “Porque esta nación ha transgredido mi pacto que ordené a sus padres y no ha escuchado mi voz, 21 Yo tampoco expulsaré más de delante de ellos a ninguna de las naciones que Josué dejó cuando murió, 22 para probar con ellas a Israel, si guardaría el camino del Señor para andar en él como lo hicieron sus padres, o no”. 23 Así que el Señor permitió que aquellas naciones permanecieran, no las expulsó rápidamente, y no las entregó en manos de Josué.
Entonces, el orden de los eventos se puede resumir de esta manera: Adán pecó. Los hombres se volvieron mortales y corruptibles. Unos pocos tenían fe, pero Israel como nación fue desobediente. Cuando entraron en Canaán, sus corazones todavía no estaban bien, así que Dios no permitió que Josué destruyera a todos los cananeos. Conquistaron solo la tierra suficiente para establecerse. Entonces Dios “permitió que aquellas naciones permanecieran” para probar los corazones de los israelitas. Y cuando fallaron esas pruebas, Dios los llevó cautivos a varias naciones, culminando con los cautiverios asirios y babilónicos. El fracaso del Antiguo Pacto requirió entonces un Nuevo Pacto que descansara sobre la promesa de Dios, en lugar de las promesas de los hombres (Jeremías 31: 31-34).
¿Sabía Dios que el Antiguo Pacto fracasaría? Por supuesto. El Antiguo Pacto estaba entrelazado con tipos y sombras que profetizaban cosas mejores por venir. Todo estaba en el Plan, porque Cristo es “el Cordero inmolado desde la fundación del mundo” (Apocalipsis 13: 8 KJV). Los corderos inmolados bajo el Antiguo Pacto nunca tuvieron la intención de ser una parte permanente de la adoración, porque la sangre de los animales no podía hacer a nadie perfecto. “Él quita lo primero para establecer lo segundo” (Hebreos 10: 9).
Vemos cómo Dios juzga a todos los hombres por abusar de su autoridad, y con frecuencia leemos que Dios estaba “enojado” con ellos. Su ira ciertamente es real, pero también debemos saber que Dios planeó estar enojado desde el principio. Todo era parte de su plan desde el principio de la Creación. Además, su ira misma está limitada al nivel de la autoridad del hombre. El Salmo 79: 5 pregunta: "¿Estarás enojado para siempre?" Bajo el Antiguo Pacto, la respuesta era oscura. Bajo el Nuevo Pacto, sin embargo, sabemos que Su ira NO es para siempre.
El Salmo 130: 3-4 dice:
3 Si Tú, Señor, te fijaras en las iniquidades, oh Señor, ¿quién podría resistir? 4 Pero en ti hay perdón, para que seas temido [respetado].
Hay varias capas de perdón, pero el Jubileo es la mayor manifestación del perdón de Dios.
Entonces, cuando leemos acerca de la ira de Dios y acerca de sus juicios sobre la Tierra, también debemos reconocer que el perdón, cuando es anterior al Jubileo, se basa en las Leyes de la Redención, que se aplican durante el intervalo entre el pecado de Adán y el Jubileo de la Creación. Debemos respetar la ira de Dios como respuesta judicial al pecado del hombre; sin embargo, también debemos saber que Dios es amor y que tiene un corazón que perdona. Su Plan es mostrar a todos los hombres el camino lícito para obtener el perdón a través de la sangre redentora del Cordero de Dios.
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