Tiempo estimado de lectura: 4 - 5 minutos
Autor: Dr. Stephen E. Jones
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Las tres principales fiestas del Señor nos enseñan el camino hacia una fe cada vez mayor. Los conceptos clave son fe (Pascua), obediencia (Pentecostés) y acuerdo (Tabernáculos). Los efectos de éstos sobre nosotros como creyentes son la justificación, la santificación y la glorificación. Estas constituyen las tres partes de la salvación, una para cada parte de nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo (1ª Tesalonicenses 5: 23).
Éstas también constituyen el “Camino de la Santidad” (Isaías 35: 8) en el tabernáculo de Moisés a medida que uno avanza desde las tinieblas exteriores hacia la luz de la presencia plena de Dios. El Atrio Exterior es el lugar, en correlación con la Pascua, donde los pecados son perdonados a través del altar del sacrificio y la fuente del bautismo. El Lugar Santo es accesible al sacerdocio, personas ungidas que tienen acceso a la luz (candelero) y a la revelación de la Palabra (mesa de los panes de la proposición) para que puedan enseñar a los que están en el Atrio y actuar como intercesores entre Dios y el pueblo. El Lugar Santísimo, donde reside la presencia plena de Dios, está reservado únicamente para el Sumo Sacerdote. Jesucristo es ese Sumo Sacerdote, pero en otro sentido, Él es la Cabeza de un Cuerpo de personas. Los del Cuerpo de Cristo, si es que están de acuerdo con Él, también tienen acceso al Lugar Santísimo.
En este momento de la historia, antes del regreso de Cristo, yo personalmente no he logrado un acuerdo total con Dios (no puedo hablar por nadie más). De vez en cuando todavía cuestiono su cordura. Esto me dice que todavía estoy aprendiendo obediencia a través de Pentecostés, y sospecho que esto continuará hasta que se produzca el “cambio” que Pablo describió en 1ª Corintios 15: 51. No obstante, sé que he progresado mucho a lo largo de los años a medida que el Espíritu me ha guiado a través de múltiples experiencias en mi propio viaje por el desierto.
Este “cambio o transformación”, por supuesto, también se conoce como “la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8: 23). Es el punto donde volvemos a nuestra herencia que se perdió por el pecado de Adán. Es el cumplimiento de la Ley del Jubileo (Levítico 25: 13), cuando, sólo por gracia, todas las deudas se cancelan y todos regresan a su “propiedad” o herencia de tierra. Bajo el Antiguo Pacto, esta propiedad era una porción de la tierra de Canaán; bajo el Nuevo Pacto, es la porción del polvo de la tierra que primero constituyó a Adán y que también nos ha sido dada como herencia.
Este cuerpo glorificado es comparable al cuerpo de Cristo después de la resurrección, cuando ya no estaba limitado por la carne. Podía moverse entre el Cielo y la Tierra a voluntad, ya sea para ministrar al Padre o a sus discípulos en la Tierra. Este es el privilegio de glorificación y autoridad que viene al estar en pleno acuerdo con Dios a través de la Fiesta de los Tabernáculos.
Nuestro objetivo, entonces, no es simplemente ir al Cielo donde cantaremos alabanzas a Dios por la eternidad. Cuando los Vencedores sean glorificados, aún habrá mucho trabajo por hacer en la Tierra antes de que se complete “la restauración de todas las cosas” (Hechos 3: 21). Cuando Cristo regrese, no entraremos en una casa de retiro celestial; en cambio, entraremos en el Reposo de Dios, no un tiempo de ociosidad, sino una posición en la que dejaremos de hablar nuestras propias palabras o de hacer nuestras propias obras (Isaías 58: 13-14). Cuando hablamos sólo lo que oímos decir a nuestro Padre y hacemos sólo lo que vemos hacer a nuestro Padre, entonces podemos decir que hemos guardado el sábado de Dios. Este es el ejemplo que Jesús nos ha dado. Y, como vemos muy a menudo, hay tres sábados que se correlacionan con nuestra experiencia a través de la Pascua, Pentecostés y Tabernáculos: el día de reposo, el año de reposo y el jubileo. Sólo hasta que dejemos de nuestras propias obras y nuestras propias palabras podremos decir que hemos entrado en el Reposo de Dios: el Jubileo (Hebreos 4: 9).
Entrar en el Reposo de Dios nos equipa para hacer las obras de Dios y hablar sus Palabras, de modo que podamos traer el Cielo a la Tierra en cumplimiento de la oración de Cristo: “así en la tierra como en el cielo” (Mateo 6: 10). Por lo tanto, cuando lleguemos plenamente a la imagen de Dios en la redención de nuestro cuerpo, se iniciará la obra más grande jamás vista. Su Reino debe crecer hasta llenar toda la Tierra (Daniel 2: 35) y hasta que toda la Tierra sea fructífera (Isaías 27: 6). Esta es la responsabilidad de los hijos de Dios y su propósito en la Tierra (Génesis 1: 28).
Si somos capaces de captar la visión de nuestra Tierra Prometida del Nuevo Pacto, aunque todavía la veamos de lejos, seremos animados durante nuestro viaje por el desierto. Los oasis a lo largo del camino, donde se pone a prueba nuestra fe para monitorear nuestro crecimiento espiritual, serán menos agotadores, menos intimidantes y menos desalentadores, porque veremos tales pruebas en el contexto de un panorama más amplio.
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