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Autor: Dr. Stephen E. Jones
https://godskingdom.org/blog/2024/06/jeremiahs-new-covenant-part-1/
Jeremías 31 es donde se menciona, por su nombre, el Nuevo Pacto en el Antiguo Testamento. Este Pacto ha estado con nosotros desde Adán, por supuesto, y por eso vemos ejemplos de él con Abraham en el libro del Génesis. Moisés también habla de la circuncisión del corazón (Deuteronomio 10: 16; 30: 6), que según el apóstol Pablo es evidencia del Nuevo Pacto (Romanos 2: 29). Sin embargo, ni Abraham ni Moisés hablan del Nuevo Pacto con esas palabras.
Deuteronomio 29: 1 habla de un “segundo pacto”, que luego se expone en los versículos 12-15. Este es el Nuevo Pacto, pero Moisés no usa este término. David fue otro profeta y rey el Nuevo Pacto, pero no habla de un Nuevo Pacto por su nombre. Isaías 40-66 está lleno de promesas del Nuevo Pacto, pero ni siquiera él usa este término. A Jeremías le falta recibir la revelación de un “Nuevo Pacto” (Jeremías 31: 31).
Deuteronomio 29: 1 y Jeremías 31: 32 dicen específicamente que este Nuevo Pacto es distinto del pacto que se hizo con Israel en Éxodo 19: 8. Por tanto, queda claro que existen dos pactos, a los que llamamos Antiguo y Nuevo. Esta designación es algo engañosa, porque el Nuevo Pacto fue establecido formalmente con Abraham algunos siglos antes del Antiguo Pacto con Moisés. La razón por la que el Antiguo Pacto es “viejo” no es porque fue primero sino porque es “obsoleto y está envejeciendo (y) está a punto de desaparecer” (Hebreos 8: 13).
No es sólo el pacto en sí el que está “listo para desaparecer”, sino toda una forma de adorar a Dios y una mentalidad formada por el hábito diario arraigado a través de dicha adoración. Si no entendemos adecuadamente la diferencia entre los dos pactos, seguramente no podremos distinguirlos, y esto nos pondrá en peligro de adoptar elementos de ambos pactos. Esto crea doble ánimo (Santiago 1: 8).
El Antiguo Pacto es el voto del hombre a Dios (Éxodo 19: 8); el Nuevo Pacto es el voto de Dios al hombre (Deuteronomio 29: 12). El Antiguo Pacto requiere un compromiso del hombre de ser obediente a la Ley, que establece el carácter, la naturaleza y la voluntad de Dios (Romanos 2: 18). Al hombre mortal, sin embargo, le resulta imposible cumplir su voto perfectamente, porque hacer tal voto no cambia el corazón ni le da poder para guardar la Ley perfectamente.
Pero, usted dice, incluso a los cristianos del Nuevo Pacto les resulta imposible ser perfectamente obedientes. Eso es cierto, pero aun así el Nuevo Pacto es el voto de Dios de escribir sus Leyes en nuestros corazones, poco a poco, a medida que recibimos la revelación de la Ley por el Espíritu, hasta que su naturaleza se convierta en nuestra naturaleza. Mientras que el Antiguo Pacto sólo puede regular el comportamiento, el Nuevo Pacto cambia el corazón.
Algunos dicen que bajo Moisés los hombres eran salvos a través del Antiguo Pacto mediante su obediencia a la Ley. Yo digo que nadie jamás ha sido salvo a través del Antiguo Pacto. Pablo dice: “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3: 23). Leemos en 1ª Juan 3: 4: “el pecado es infracción de la ley”. Por lo tanto, todos han sido ilegales, están destituidos de la gloria (y la naturaleza) de Dios y no pueden ser salvos por el Antiguo Pacto.
Los israelitas bajo Moisés eran salvos sólo a través de la fe del Nuevo Pacto, como leemos en Romanos 4: 21-22,
21 y estando [Abraham] plenamente seguro de que lo que Dios había prometido, también podía cumplirlo. 22 Por tanto, también a él le fue contado por justicia.
Para ser salvos en los tiempos de Moisés, los hombres tenían que creer lo que Dios había prometido. Tenían que creer que Él era capaz de hacer lo que había prometido. Esa es la fe abrahámica. Esa es la fe del Nuevo Pacto. Por el contrario, la fe del Antiguo Pacto es aquella en que los hombres tienen fe en que su propio voto de obediencia los salva. Sin embargo, sus propios votos bien intencionados sólo pueden salvarlos si son capaces de permanecer sin pecado en pensamiento, palabra y obra.
Quizás es por eso que sólo había un Remanente de Gracia (7.000 hombres) en el tiempo de Elías. Ésos fueron los que no se inclinaron ante Baal, y ésos también creyeron en la promesa de Dios. La promesa de Dios pone la responsabilidad en Dios, más que en los hombres, porque el que hace una promesa o un voto es el responsable de cumplirlo. Si Él no pudiera salvarnos (debido a que nuestra voluntad fuera demasiado fuerte para que Él la pudiera vencer), entonces Dios no debería haber hecho tal voto.
La promesa del Nuevo Pacto de Dios fue dada a los israelitas así como “al extranjero que está dentro de vuestros campamentos” (Deuteronomio 29: 11). Dios va más allá, diciendo en Deuteronomio 29: 14-15,
14 Ahora bien, no sólo con vosotros haré este pacto y este juramento, 15 sino tanto con los que hoy están aquí con nosotros delante del Señor nuestro Dios, como con los que hoy no están aquí con nosotros.
En ese momento sólo había dos clases de personas en el mundo: (1) los que se habían reunido en el Monte y (2) los que vivían en otros lugares, junto con las generaciones futuras. Esto nos presenta al Dios imparcial que ha hecho un juramento de convertirlos a todos en su pueblo. No muchos creyentes comparten la seguridad de Pablo de que Dios es capaz de realizar lo que ha prometido. La mayoría de la gente tiene demasiada fe en el poder de la voluntad del hombre. Pero Dios está dando a luz hijos, no según ningún linaje particular, “ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”, es decir, sólo la voluntad de Dios.
El Nuevo Pacto necesariamente trajo consigo un cambio de Ley. Hebreos 7: 12 dice,
12 Porque cuando cambia el sacerdocio, necesariamente ocurre también un cambio de ley.
Esto se refería específicamente a la Ley del Sacerdocio desde Aarón hasta el Orden de Melquisedec. Jesús, que nació de la tribu de Judá, fue sacerdote según el orden de Melquisedec (Hebreos 7: 17), al igual que su antepasado, David. Jesús no calificaba como sacerdote de Aarón. Entonces hubo que cambiar la Ley para autorizar este nuevo orden del sacerdocio que reemplazó al Orden Aarónico.
El libro de Hebreos da muchos más ejemplos de cambios en la Ley. Los sacrificios de animales fueron reemplazados por el único verdadero Sacrificio, Jesucristo. Los templos hechos de madera y piedra fueron reemplazados por un templo espiritual construido sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, con Cristo como la principal piedra angular (Efesios 2: 20). Bajo el Nuevo Pacto, cada uno de nosotros es un templo de Dios por derecho propio (1ª Corintios 3: 16), porque el Espíritu Santo ahora mora en nosotros.
Entonces, cuando las Escrituras se refieren al templo en el contexto del Antiguo Pacto, apuntan al templo de Salomón en Jerusalén. Pero cuando las Escrituras se refieren al templo en el contexto del Nuevo Pacto, se requiere una nueva definición de templo. Se usa el mismo término para ambos templos, pero debemos discernir a cuál se refiere la Escritura.
Nuevamente, Hebreos 11: 9 habla de “la tierra prometida”, que, según el Antiguo Pacto, se refería a la tierra de Canaán como su herencia. Pero Abraham tenía la esperanza de “una patria mejor, es decir, celestial” (Hebreos 1: 16). Además, dado que también estamos hechos del polvo de la tierra (Génesis 2: 7), nuestra verdadera herencia terrenal —nuestra Tierra Prometida— es el cuerpo glorificado, que se perdió cuando Adán pecó. Por eso Pablo habla de “la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8: 23).
Por lo tanto, cuando la Biblia habla de la tierra que Dios ha prometido, bajo el Antiguo Pacto esta era la tierra de Canaán, pero bajo el Nuevo Pacto es el cuerpo glorificado. Los israelitas nunca heredaron completamente la tierra de Canaán, ni pudieron retener lo que poseían a causa de su pecado. Su exilio de la tierra demuestra su insuficiencia. Esa herencia dependía de su obediencia a su voto del Antiguo Pacto. Pero nuestra herencia del Nuevo Pacto depende completamente de la promesa, el juramento y el voto de Dios mismo. Esto no puede fracasar, aunque pueda llevar mucho tiempo.
En cada caso se usa la palabra “tierra”, pero es nuestra responsabilidad discernir a qué “tierra” se hace referencia en las Escrituras. Canaán era un tipo profético y una sombra de cosas mayores que estaban por venir, cosas que no se entendían fácilmente hasta que el Espíritu Santo vino para guiarnos a toda la verdad (Juan 16: 13).
Los profetas del Antiguo Testamento a menudo hablan de las promesas del Nuevo Pacto usando los mismos términos que describen las prácticas del Antiguo Pacto. Cuando profetizan sobre el Fin de los Tiempos en términos de las prácticas del templo del Antiguo Pacto (como los sacrificios), no podemos asumir que profetizan que los sacrificios de animales serán restituidos. Jesucristo es el único Sacrificio verdadero y no será reemplazado por sacrificios de animales en la Edad venidera.
Un Orden Aarónico no reemplazará al Orden Melquisedec, porque si esto sucediera, entonces Jesucristo no calificaría como su sumo sacerdote.
Un templo reconstruido en Jerusalén nunca reemplazará el templo espiritual que Dios está construyendo, porque ahora Él ha elegido morar en carne humana.
Cuando los profetas hablan de Jerusalén, debemos discernir nuevamente de qué ciudad se habla. Hay dos ciudades con el mismo nombre, una ciudad terrenal y una ciudad celestial (Gálatas 4: 25-26). De hecho, Jerusalén (en hebreo) es Yeru-shalayim, que significa “dos Jerusalén-es”. La terminación “ayim” es dual, es decir, precisamente dos.
Pablo entendió la distinción en Gálatas 4: 25-26. Juan también entendió esto, porque en Apocalipsis 21: 24 habla de la ciudad celestial, citando Isaías 60: 3 y 55: 5. Sin embargo, Isaías ni una sola vez distingue entre las dos ciudades. Juan discernió la diferencia y nosotros mismos somos responsables de hacerlo. Nuevamente, Apocalipsis 21: 25 es una referencia a Isaías 60: 11.
Entonces cuando los profetas del Antiguo Testamento hablan de Jerusalén, nosotros los del Nuevo Pacto debemos discernir por el Espíritu Santo a qué ciudad se hace referencia. No podemos asumir que sea la ciudad terrenal.
Como regla general, cuando las Escrituras hablan negativamente de Jerusalén, se refieren a la ciudad terrenal, que los profetas a menudo condenaron por su idolatría y por asesinar a los profetas. Cuando las Escrituras hablan de la gloria venidera de Jerusalén, es una promesa del Nuevo Pacto que se cumple en la ciudad celestial. A veces los profetas (como Zacarías) tejen un tapiz entre las dos, lo que hace difícil distinguirlas. Zacarías requiere un discernimiento de alto nivel a través del Espíritu Santo.
Con este fundamento en mente, estudiemos ahora Jeremías 31.
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