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PORQUE NUESTRO DIOS ES FUEGO CONSUMIDOR, F. B. Meyer

 



"… porque nuestro Dios es fuego consumidor".

– Heb. 12: 29


¡Qué consuelo hay en estas palabras! En otro tiempo solo nos llenaron de alarma: ahora ellas son oleadas de gran gozo.

A orillas del Mar Rojo, hubo una gran diferencia con relación a cuál lado de la nube estaban los ejércitos. Estar en un lado significaba terror y consternación: «El Señor miró el campamento de los egipcios desde la columna de fuego y nube, y trastornó el campamento de los egipcios». Pero estar en el otro lado significaba consuelo y esperanza: «y era nube y tinieblas para aquéllos, y alumbraba a Israel de noche».

De forma similar, hay una gran diferencia en nuestra posición ante Dios, para que las palabras al principio de este capítulo sean un consuelo o una causa de ansiedad. Si estamos contra Dios –enemigos en nuestra mente por obras perversas, pecando contra su apacible Espíritu Santo– poco alivio podremos hallar en la consideración del simbolismo majestuoso del pasaje. Pero si estamos de su lado, resguardados bajo su mano, ocultos en la hendidura de la Roca, conscientes de que estamos en Aquel que es real –entonces podemos regocijarnos con gran gozo de que «nuestro Dios es fuego consumidor».

En la Escritura, el fuego es el símbolo invariable de la naturaleza y el carácter de Dios. Fue como una antorcha de fuego que el Todopoderoso pasó entre los animales divididos del sacrificio de Abraham. Fue como fuego, que no necesita la madera de la acacia para su mantenimiento, que Él se apareció a Moisés en el desierto, para comisionarlo para su obra. Fue como fuego que su presencia brilló en el monte Sinaí, cuando le entregó la Ley.

La aceptación divina de los sacrificios a través del ritual antiguo fue puesta de manifiesto por el fuego que bajó del cielo como una antorcha, pasando a través de la carne de los animales sacrificados. Malaquías dijo que Cristo vendría como el fuego de un refinador; y cuando el precursor anunció su advenimiento, él lo comparó a la obra de la llama rojiza que destruye y purifica: «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego». «Él quemará la paja en fuego que nunca se apagará».

Por lo tanto, fue también en armonía perfecta con toda la gama del simbolismo escritural, que el descenso pentecostal del Espíritu Santo fue acompañado por lenguas divididas, como de fuego. Por supuesto, no debemos negar que hay un lado punitivo y terrible en todo esto. No es cosa ligera persistir en el pecado. Él vendrá «… en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo». Él es «temible en hechos sobre los hijos de los hombres».

El fuego es nuestro aliado más útil, que trabaja para nosotros día y noche en hornos y chimeneas. Es inofensivo y servicial, siempre y cuando obedezcamos sus leyes y observemos sus condiciones; pero cuando desobedecemos esas leyes y contravenimos esas condiciones, aquel que bendijo comienza a maldecir, y se abalanza sobre nosotros, llevando la devastación a todas nuestras obras, de modo que los campos prósperos se convierten en basura ennegrecida y nuestros palacios en un montón de ruinas.

Así es con la naturaleza de Dios. Él es apacible y amoroso; pero si un pecador persiste en el pecado, cerrando sus ojos a la luz, y cerrando su corazón al amor de Dios, entonces él descubrirá esto: «Y severo serás para con el perverso». «Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira».

Pero ahora volvamos a algunos de los pensamientos de gracia que se enmarcan en este pasaje. 


La búsqueda del fuego

Esta es seguramente una de nuestras necesidades más grandes. Hay mucho de egoísmo y de pecado en lo mejor de nosotros. A veces obtenemos una ojeada de aquello que somos, y rápidamente apartamos nuestros pensamientos de ese horrible espectáculo.

Y lo que nosotros mismos no nos atrevemos a contemplar, lo ocultamos cuidadosamente de la vista de nuestros amigos más sensibles. ¡Ah, qué orgullosos, qué vanidosos y engreídos somos! Preocupados, si no somos suficientemente admirados; celosos, si somos eclipsados; prontos para aprovecharnos de otros, si sólo pudiéramos hacerlo sin ser descubiertos; capaces de los mismos pecados viles que señalamos en otros.

Ningún crítico maligno ha tocado nunca con palabras penetrantes el mal empedernido de nuestros corazones o ha dicho un ápice de verdad acerca de nosotros. Nosotros nunca hemos comprendido cuán malos somos. No queremos ser enfrentados con la vergüenza y la agonía. Pero es bueno ser escudriñados. Un antiguo lema invita a los hombres a conocerse a sí mismos.

El descubrimiento de lo que somos nos conducirá más pronto a Dios para su limpieza y su gracia. No necesitamos querer insistir en nuestros pecados, como si la salud pudiese venir considerando la enfermedad; pero podemos aceptar de buen grado buscar el fuego de Dios. Conozcamos las cosas malvadas que hay dentro de nosotros. Aprendamos cuánta madera, heno y hojarasca hemos construido sobre ese fundamento que ha sido puesto en nuestros corazones. Sometámonos al descubrimiento de la enfermedad que mostrará el estetoscopio, el dedo que hurga, el cuchillo que sondea. ¡Oh Dios, que eres como fuego, escudríñame y conoce mi corazón; trátame y conoce mis pensamientos!

El fuego limpia. El metal está mezclado con muchos componentes inferiores. La tierra, en la cual ha permanecido por siglos, se aferra a él; la escoria deprecia su valor. Pero húndelo en el horno que brilla intensamente; sube el calor hasta que el resplandor sea casi intolerable a la mirada; mantenlo en ese bautismo de llama. Pronto, el metal será libre de sus impurezas, libre de aleación y apto para verterlo en cualquier molde. ¿No es así que Dios tratará con nosotros? Él es fuego que consume.

En la visión antigua, cuando Isaías lamentó sus impurezas, voló a él uno de los serafines, que había tomado un carbón vivo del altar, y lo puso sobre sus labios, diciendo: «He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado». ¿Y Dios no hará otro tanto por nosotros de nuevo? Hemos sido limpios de las manchas de nuestras muchas transgresiones, pero, ¿no necesitamos esta profunda, esta cuidadosa y ardiente purificación?

Hay tres agentes en la purificación – la Palabra de Dios, la Sangre del Hijo de Dios y el Fuego de Dios, que es el Espíritu Santo. Conocemos algo de los dos primeros, pero, ¿sabemos el significado del último? Hemos sido purificados por el agua y la sangre; pero, ¿hemos pasado también a través del fuego? «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego».

No podemos definir, en muchas palabras, la forma de esta operación sagrada – es un asunto para la conciencia santa; pero el corazón sabe cuándo la ha experimentado. No es que la tentación cese de asaltar; o que no haya ninguna posibilidad de rendirse otra vez al pecado, o que las tendencias malvadas de la vieja naturaleza estén erradicadas; pero allí hay un quemarse y un consumirse de las cosas malvadas cuyo dominio por mucho tiempo había sido admitido y empañaban la gloria de la obra de Dios en el corazón. Hay libertad donde había cautiverio; hay pureza donde había corrupción; hay amor donde había malicia, envidia, mala voluntad. Esta bendita operación del Espíritu Santo puede ser experimentada por aquellos que no la rechazan, y por la fe demandan todo lo que Él espera hacer por ellos. Entonces apropiémonos de esa expresiva oración del himno de Wesley: «¡Fuego refinador, pasa a través de mi corazón!».

El fuego transforma. Ese atizador puesto en la rejilla es duro, frío y negro; pero si tú lo pones por algunos momentos en el corazón del fuego, llega a ser suave, intensamente cálido, y brilla con blancura incandescente. Retíralo otra vez, y todas sus viejas cualidades se reafirmarán; pero mientras esté en el fuego, no pueden ser vistas: el hierro es transformado a la semejanza de la llama en la cual es bañado.

Así ocurre con nosotros mismos. Por naturaleza somos también duros, fríos y oscuros; y la tendencia de nuestra naturaleza irá siempre en estas direcciones, esperando para reafirmarse cuando es dejada a sus propias expensas. Pero si solo podemos para siempre habitar con el fuego devorador y con los ardores eternos del amor y la luz y la vida de Dios, un cambio maravilloso pasará sobre nosotros; y seremos transformados en la misma imagen, de gloria en gloria. Ya sin durezas, seremos moldeados en la forma que él seleccione; ya no más fríos, brillaremos intensamente con amor a Dios y a los hombres; ya no más oscuros, seremos exhibidos en la blancura de una pureza que es producto del calor más intenso.

Por mucho tiempo, hemos sido reducidos por el quemante ardor del horno – no es el dolor, la prueba o la aflicción, sino Dios. Permitámosle proseguir su obra. Abramos nuestra naturaleza, para que Dios, el Espíritu Santo, pueda llenarnos. Entonces llegaremos a ser como Él es; nuestra tosca naturaleza parecerá ascender al cielo en caballos y carros de fuego. En el fuego de Dios nos habremos convertido en fuego.


F. B. Meyer


(Gentileza de Esdras Josué ZAMBRANO TAPIAS)

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