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LA MUERTE DE UN REBELDE Y LIBERTAD AL FIN - Parte 1 de 2 (Testimonio de Mary Irwin)



LA MUERTE DE UN REBELDE
Y
LIBERTAD AL FIN

(Del libro “La Luna no es Suficiente”, de Mary Irwin, esposa del astronauta Jim Irwin)



I)- LA MUERTE DE UN REBELDE

Si no te portas bien te voy a matar —le gritaba a Joy, zarandeándola nerviosamente mientras la amenazaba. En el momento en que estas palabras salieron de mis labios, me sentí tan asombrada y horrorizada, que me abofeteé la boca con fuerza, profiriendo un grito de horror, y corrí al baño a sollozar. Me había enfadado tanto que había terminado por perder el control de mis emociones. ¿Podría realmente haber matado a mi hija? ¿Estaba la muerte invadiendo ahora mi corazón?


No lo sabía. Sólo sabía que necesitaba estar sola y orar intensamente. Los padres pueden matar a su hijos en un acceso de rabia y el abuso de los hijos es la mayor forma de matar a los niños desamparados e inocentes. Pero, ¿cómo podía yo, una madre cristiana, alguien que estaba luchando por llevar una conducta ejemplar como madre, llegar a ser culpable de semejante conducta?


La crisis no fue un terremoto, sino una sucesión de hechos que me condujeron a esta explosión emocional.


Jimmy, que ahora tenía once años, era lo bastante mayor para tener un mini kart, y se lo compramos. Por supuesto, bajo reglas estrictas. Por ejemplo, no le permitíamos salir de nuestro camino del bosque particular a la carretera. Con los acres de tierra que rodeaban Colorado Springs y la carretera privada, no había razón alguna para salir a la carretera principal. Además de esto, Joy no tenía que subirse a él nunca. Alocada como era, podía matarse; tenía entonces seis años.


Cuando oí la puesta en marcha del kart aquel verano por la mañana, estaba trabajando en la cocina y supuse que era Jimmy, y ni siquiera me molesté en echar una mirada por la ventana. Muy pronto escuché a Jimmy que gritaba: “¡Para! ¡Para Joy! ¡Me lo vas a romper! ¡Para!” Salí al patio justo a tiempo de ver a Joy bajar del kart por la fangosa carretera, con Jimmy colgando detrás, arrastrando el cuerpo por tierra para aminorar la marcha del vehículo. Cuando Joy me oyó gritar, paró. No esperé una explicación. En el mismo momento la saqué de una sacudida y le dí unas nalgadas.


Todavía algo temblorosa, por la tarde, escuché de nuevo la puesta en marcha del motor del kart; estaba segura de que Joy no se habría atrevido a intentarlo de nuevo tan pronto, pero creí oportuno cerciorarme, de todas formas.


Yendo hacia las puertas de cristal deslizantes del ancho frontal de la casa, vi dos coches subiendo por nuestra carretera, y a un grupo de gente en pie, mirando algo. Corrí hacia adelante y llegué a la carretera principal sin respiración, y a tiempo de ver a Joy y a Jimmy correr en el kart por la autopista. Joy trabajaba como cuidadora de un bebé y no había querido ir andando a su trabajo, aunque estaba muy cerca, y su hermano, por amabilidad o por hacerse el grande, la invitó con insistencia a subir en su problemático vehículo.


Dos veces en el mismo día era más de lo que podía soportar. Corrí hacia ellos, me quité el cinto de cuero que me sujetaba los tejanos, y me preparé para usarlo. Primero fue Jimmy, luego fue Joy. Cuanto más la pegaba, más me enfadaba y ella comenzó a gritar: “¡Deja de pegarme!”, y empezó a revolverse contra mí. Esto me puso furiosa. Pude haberla estrangulado con facilidad en mi acceso de furor, y lo sabía. Poco me importó que la gente me estuviese mirando. Había perdido la capacidad de pensar con claridad.


Ahora comprendía cuán fácilmente los enajenados mentales hallan motivos para matar, pero no encontraba el menor atisbo de luz que me indicase cómo dominar esas incontroladas reacciones. O, para ser más precisa, cómo controlar las circunstancias que me llevaban a esos extremos. Sabía que habría otra gente batallando con semejantes cuestiones, y una chispa de deseo de compartir mis experiencias por algún medio comenzó a arder en mi alma, para ayudar a estos luchadores a lo largo de su camino.


El drama tras una historia resulta a veces tan intrigante como la historia misma. Sin ahondar en la acción de algunas escenas, este capítulo no se habría podido escribir, porque trata de emociones profundamente arraigadas, de las cuales era totalmente inconsciente. La tremenda tarea de escribir este libro, ha valido la pena sólo por ver el proceso de sanidad puesto en movimiento desde el comienzo. De hecho, puede que este sea el propósito de Dios al movernos a escribirlo.


El salmista exclama: “¡Límpiame de lo que me es oculto!” Al tratar con el pecado secreto, Dios me ha mostrado que hay tres categorías:


  1. Pecado escondido a los otros, pero conocido por mí.

  2. Pecado no conocido por mí, pero conocido por los demás.

  3. Pecado escondido tanto a mí como a los demás.

Durante mucho tiempo le había estado pidiendo al Espíritu Santo que dirigiese su luz a mi corazón, para iluminar las zonas oscuras de las que no soy consciente. Sentí que había conflictos en mi interior y un punto sensible que no podía definir. Algo iba mal en mi espíritu y salía a relucir en las circunstancias más insignificantes, y por inexplicables razones, rompía mis relaciones con los demás y me hacía distinta de todo el mundo. Me volví hostil, crítica e inflexible. Puesto que no podía desvelar el misterio, todo lo que podía hacer era orar a Dios y pedirle que me revelara la fuente oculta.


Dios no obliga a soportar su luz, su sanidad, su corrección o su vida a sus hijos. Estaba aprendiendo que Dios concede una perfecta libertad de elección. Podía haber seguido cojeando espiritualmente por toda la vida, rehusándome a que Dios ahondara en lo profundo de mi problema, o le podía dar a Dios mi voluntad para que obrase conmigo, por duro que resultase. Desde que me di cuenta de que no podía madurar espiritualmente hasta que mi espíritu estuviese limpio, llegué al punto de permitir a Dios hacer lo que quisiese en mi vida.


Entonces Dios comenzó. Su primer instrumento fue un libro cuyo título y contenido no puedo recordar ahora, a excepción de esta afirmación: “Podemos reclamar para Cristo el territorio que hayamos cedido a Satanás por el pecado”. Cuando leí esto la convicción me llegó hasta el alma. Dejé el libro a un lado, me arrodillé y le pedí a Dios que trajese a mi mente todo el territorio que le había cedido a Satanás a través de pecados pasados.


Vergonzosas memorias comenzaron a fluir en mi mente, e “insignificantes” incidentes que había sepultado desde hacía muchos años en el olvido. Recordé haber robado un paquete de chicle cuando niña. Luego, otra deprimente escena cruzó como un relámpago a través de mi mente. Estaba en el tercer grado, y me habían puesto en la oficina principal para hacer un deber. En lugar de trabajar comencé a revisar todos los cajones del despacho y encontré tres peniques; una gran suma para una niña de ocho años, en aquellos días; los deslicé a mi bolsillo y luego me los gasté. Después la escena cambió, y vi un cheque de tres dólares. Contaba catorce años, tenía un trabajo veraniego de arrancar zanahorias y cebollas en una granja, y el territorio que le había entregado a Satanás con aquel primer robo de un chicle se había agrandado. Un tres se podía corregir con facilidad para que pareciera un ocho; requería un poco de habilidad, pero lo conseguí. La avaricia suele ir acompañada del engaño, y yo me estaba convirtiendo en una experta en ambas artes.


Todo siguió adelante. Pequeños incidentes pasaban fugaces por la pantalla de mi mente con una frescura y claridad como si estuvieran volviendo a suceder. Cuando el Espíritu Santo me trajo la convicción, tomé un lápiz y pedazo de papel y fui anotando todo lo que Dios me iba mostrando. No sólo confesé, habiéndome asido a la promesa de Dios: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1ª Juan 1: 9), sino que sabía que si reclamaba esos territorios a Satanás quedaba algo más que hacer: se llama “restitución”.


Durante los días que siguieron me mantuve ocupada anotando nombres y direcciones, haciendo llamadas telefónicas, escribiendo cartas y arreglando encuentros personales. Resultó doloroso, mortificante al principio, pero cada nueva confrontación y confesión de mis pecados pasados me hacía sentir más limpia; traía tal libertad a mi cargado espíritu, que se convirtió en una excitante aventura. La gente estaba más dispuesta a perdonar y juzgar con benevolencia de lo que hubiera imaginado. De algunas cartas que escribí, jamás recibí una respuesta. Tenía que dejar esos asuntos en manos del Señor todopoderoso, puesto que había hecho todo lo que estaba en mi mano.


Cuando hube terminado me di cuenta de que se había llevado a cabo mucha limpieza, pero mi espíritu todavía no se sentía completamente libre. Así que volví al Señor. El desorden y la suciedad se habían marchado, y no fue fácil desalojar todo eso del corazón. Le pedí al Señor que solamente pusiera su dedo en la llaga que quedaba para que pudiera ocuparme de ella. ¡Imagínese mi sorpresa cuando Edna vino a mi memoria y la vi mirándome! ¡Astrología! ¡Por supuesto, astrología! A pesar de que me había apartado de ese lazo de Satanás, nunca lo había tratado directamente ni reclamado este vasto territorio a Satanás, su autor, para devolverlo a Dios.


En oración, examiné toda la escena de la astrología y mi implicación en ella. ¿Por qué me había dirigido a la astrología al principio? Sin duda, como un sustituto de Dios. Yo lo sabía desde hacía mucho tiempo. Pero nunca había intentado probar con la suficiente intensidad que era pecado confiar en la astrología; el pecado de intentar controlar mi propia vida, en lugar de buscar a Dios, y permitirle a Él llevar el control. Había sido una experiencia de testarudez el querer conocer el futuro a través de la astrología y la adivinación y querer controlar mis circunstancias según tales medios. Así que confesé la actitud de mi corazón que me llevó por primera vez a envolverme en el ocultismo. A pesar de que no había vuelto a tener contacto con ello por varios años, leer el horóscopo seguía siendo una sutil sensación, y me resultaba difícil pasar la página en el periódico diario. A veces no la pasaba. Esto era algo confesado a Dios y por lo que había pedido al Señor que me librase de la atadura, que, aunque ligeramente, seguía siendo un asidero del enemigo. Mientras me ocupaba directamente de mi pecado comprendí como una clara realidad que la lectura del horóscopo era el medio que Satanás usaba en EE. UU. para abrir una amplia puerta a las tinieblas del ocultismo, la brujería, la adoración a Satanás y toda la maldad que acompaña a todas esas cosas.


Luego, con horror, descubrí que en mi caso el principal problema al relacionarme con la astrología, no era tan grande como la influencia que había ejercido entre gran número de amigos a los que había invitado a participar; muchos de los cuales estaban atados y confusos, sin esperanza. “Oh, querido Dios —grité cuando pensé en estas almas turbadas, en búsqueda de paz, a las que habría podido guiar a Cristo—. ¿Cómo me veré libre de esta terrible responsabilidad?” Comencé a orar por ellos, uno a uno, conforme iban viniéndome a la mente. De pronto, en mitad de mi procesión mental, mis propios hijos entraron en la escena. Allí estaban. Mis inocentes pequeños, a los que había hecho que les hicieran un horóscopo. Y a mi esposo. Este era territorio que había cedido a Satanás y tenía que reclamar.


Busqué en mi Biblia los textos de prueba, como ayuda positiva a mi gestión de reclamación. Dios, que conoce todos los peligros escondidos en la astrología, ha dejado advertencias tales como:


Así ha dicho Yahweh: No aprendáis el camino de las naciones, ni de las señales del cielo tengáis temor, aunque las naciones las teman. Porque las costumbres de los pueblos son vanidad” (Jeremías 10: 2-3).


Te has fatigado con tus muchos consejeros. Comparezcan ahora y te defiendan los contempladores de los cielos, los que observan las estrellas, los que cada mes te pronostican lo que vendrá sobre ti. He aquí que serán como tamo; el fuego los quemará; no salvarán sus vidas del poder de la llama; no quedará brasa para calentarse, ni lumbre a la cual se sienten”. (Isaías 47: 13-14).


Y cuando os digan: Preguntad a los encantadores y a los adivinos, que susurran y bisbisean, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Consultará a los muertos por los vivos? ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”. (Isaías 8: 19-20).


¿Cómo pude imaginar que me vendría ayuda de una fuente tan incierta? Si hubiese buscado en el lugar indicado hubiera comprendido la locura de ello.


Finalmente, encontré en la Palabra de Dios las instrucciones que necesitaba para desasirme del lazo del diablo:


porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”, (2ª Cor. 10: 4-5).


Cuando acabé por tener autoridad sobre Satanás y devolverle a Dios todo el terreno que había perdido, me di cuenta de que esta faceta de limpieza que necesitaba ya estaba terminada. Luego reuní a los niños y les dije lo que había hecho, particularmente en lo concerniente a la parte astrológica.


Poco antes de Pascua, el 4 de abril de 1973, cuando parecía que estábamos uniendo piezas y progresábamos hacia la unidad de la familia, recibí una llamada telefónica demoledora. Apenas acabábamos de firmar los documentos para la adopción del pequeño Joy. Joy, a pesar de las dificultades, todavía no había abandonado por completo la rebelión que casi nos destruyó, y el único problema que Jim y yo parecíamos tener entonces era su constante viajar para High Flight, con el consiguiente abandono de la familia.


Había sido un día de pruebas, de todas formas; uno de esos días en que todas las cosas van mal, y en el que el primer error que cometí fue levantarme de la cama aquel día. A las 4: 30 de la tarde acababa de regresar de la reunión de Brownie Scout, donde “había perdido la compostura” y me había enfrentado a la líder, por su erróneo comportamiento con algunas chicas, incluyendo a mi Jan. Salí nerviosa y llegué a casa en el mismo estado. Cuando sonó el teléfono y la voz del otro lado del hilo se identificó como el médico, y me informó que Jim había tenido un ataque al corazón, pensé que la llamada la había hecho algún bromista, porque había leído en el periódico que había quienes gastaban bromas en la localidad. Inmediatamente respondí:


Si es una broma no crea que resulta divertida.


El pobre doctor tuvo probablemente que dominarse y con paciencia reiterar que era, en efecto, un doctor y que Jim había sufrido realmente un ataque al corazón. Me excusé confundida, colgué el auricular y me eché a llorar las lágrimas que había estado conteniendo durante todo el día.

Cuando los niños me oyeron, corrieron hacia mí alarmados.


¿Qué pasa mamá? ¿Qué ha pasado?


Finalmente, dejé de sollozar lo bastante para decir:

    Vuestro padre está en el hospital de Denver. Acaba de tener un ataque cardíaco.

Entonces comenzaron a llorar ellos. Estuvimos llorando juntos por espacio de unos veinte minutos, luego me calmé un poco, lo bastante para aquietar a los niños y sugerir que teníamos tiempo de orar juntos antes de partir. Después de buscar desesperadamente una cuidadora para los niños, recorrí sesenta millas en estado de shock, orando mientras conducía. Todo lo que podía pensar, en mi desesperada condición, era que, después de que habíamos conseguido poner nuestro hogar y nuestras vidas en orden, ahora perdería a Jim. Había estado cerca de la muerte muchas veces, pero siempre había salido adelante. “Oh, querido Dios, no creo que ahora vayas a quitarme a Jim. Hemos pasado tanto… y ahora estamos aprendiendo a vivir juntos. Por favor, déjale vivir”, gritaba una y otra vez.

Sin la seguridad de que sobreviviría, le vi brevemente. Tenía tubos en la nariz y en la boca, agujas en los brazos, en las piernas y en los pies y había máquinas de aspecto extraño a su alrededor. Le habían dado un sedante, y a pesar de que me reconoció y me habló, su expresión era ausente y su mente parecía estar en blanco. Al salir de la sala de cuidados intensivos me preguntaba si volvería a verle vivo.

Se hicieron los arreglos para que pudiera quedarme como huésped del hospital Fitzsimons. Mientras estaba tendida allí aquella noche, pensaba y oraba. De nuevo repasaba los sucesos de mi vida, comenzado por el primer momento que había mirado al rostro de Jim en la tienda de fotografía. Desde un cierto punto de vista, me parecía que hacía cien años; desde otro, que había sucedido el día anterior.

Al rato supe que tenía que encomendar a Jim a Dios por completo, y de algún modo, hallar un poco de descanso para la angustia de mi corazón. Promesas de la Biblia comenzaron a brillar lentamente en mi mente.

    Porque a los que aman a Dios todas las cosas ayudan a bien” (Rom. 8: 28).

¿Te amo yo, Señor? ¿Lo suficiente como para reclamarte una promesa? Sí, Señor, sabes que sí.

    Dad gracias a Dios en todo”. (1ª Tes. 5: 18).

¡Oh, pero qué difícil es ahora! ¿Cómo puedo darte las gracias por este desastre? Seguramente no esperas que lo haga cuando todo mi futuro se está destruyendo. No me siento agradecida. Oh dios, ¿cómo puedo alabarte cuando la vida de Jim puede estar acabando en estos mismos momentos?

Estuve luchando con esta idea por algún tiempo. Luego repetí en voz alta: “Dad gracias a Dios en todo porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. Cuando dije esto, lo comprendí como nunca antes. Dios no dice que lo hagamos si nos gusta, o si las circunstancias lo permiten. Lo que dice realmente es que lo hagamos en todo, en cada circunstancia, buena o mala, que sintamos o no el deseo de hacerlo demos gracias. Lo vi como un firme mandamiento, no como un asunto de posible elección. Tenía que darle gracias por esta tragedia a pesar de que no lo entendiera, a pesar de que no pudiera vislumbrar el futuro; “porque andamos por fe, no por vista”. (2ª Cor. 5: 7).

Mi primer intento fue a media voluntad, con la boca más que con el alma, y antes de que terminase: “Padre, te doy las gracias por el ataq…”, comencé a sollozar sin control. Me calmé de nuevo y volví a empezar, dispuesta a obedecer a Dios aunque me costase la vida. Y pensé que podía suceder. Pero para mi asombro, me sentí más sincera, y conforme fui continuando, el intenso dolor interior fue cesando. Antes de mucho tiempo mi corazón empezó a sentir gozo y esperanza. La fe se alzó y pronto pude creer que esta desgracia sería en beneficio de nuestras vidas. Fue entonces cuando lo vi tan claramente como si ahora sucediese ante mis ojos. Vi en la pantalla de mi mente el corazón de Jim, cómo yacía en la cama de este hospital. Inmediatamente, una gran mano, la mano de Dios, lo cubría. Me di cuenta de que Dios estaba diciéndome que Jim estaba a salvo en el hueco de su mano. Una completa paz se apoderó de mí y quedé inmediatamente dormida.

La recuperación de Jim fue lenta pero segura. Dios no operaba solamente en mí, sino también en Jim. Jim batallaba interiormente con la posibilidad de la muerte, y por primera vez, aceptó su debilidad humana y su necesidad de depender totalmente del Señor. También puso en orden sus prioridades.


Cuando Jim estuvo restablecido por completo y de nuevo en su ministerio de High Flithg, viajando y hablando por todo el mundo, me pareció que Dios me estaba avisando con los nudillos para que escribiese un libro. Mi primera reacción fue: “¿Un libro? ¿Quién, yo? ¿Qué podría contar yo a la gente que le interesase?”


Como la idea persistía, intenté alejarla de mi mente preguntándome que sería lo que puso semejante plan en mi cabeza. Pero la idea persistía, así que comencé a orar. Al cabo de un tiempo la idea era tan insistente que no pude seguir ignorándola. Por la razón que fuese, sabía que Dios tenía en mente este propósito y que estaba colocando este deseo en mi corazón con urgencia.


En el verano de 1975 la necesidad de contar mi historia era tan fuerte que tomé dos semanas de mis múltiples tareas domésticas y escribí a máquina tanto como pude recordar. Luego busqué el consejo de personas expertas en publicaciones. Todas me decían lo mismo: “Tienes una interesante historia que contar, pero te es necesario encontrar un escritor que pueda redactarla en forma literariamente ordenada y correcta”.


A pesar de que me recomendaron varios escritores, no quería un escritor que estuviese al otro lado del país. No tenía ni dinero ni tiempo disponible, así que oré:


Señor, fue tu idea, en primer lugar, que contase mi historia. Ya he hecho lo que podía. He sido obediente. Si quieres que escriba correctamente, tienes que encontrarme un escritor y un editor”.


Con esta oración íntima dejé el proyecto y alcancé mi Biblia. Mateo 7 era mi porción del día. Y leí: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mat. 7: 7-8). En cuanto terminé de leer estas palabras el nombre de Magdalena Harris pasó como un relámpago por mi mente. Magdalena Harris, por supuesto. ¿Cómo no se me ocurrió pensar antes en ella? Era solamente una conocida por casualidad, pero sabía que era escritora, y al momento comprendí que era la respuesta de Dios. Estaba tan segura de ello que me olvidé de llamarla por lo menos en tres semanas.


Cuando por fin la llamé, sabía sin la menor duda que ella escribiría mi libro. Necesitó varias semanas para llegar a la misma conclusión, pero pronto supe que era la única persona en el mundo que podría escribir mi historia, debido a nuestras experiencias paralelas. Incluso antes de recibir su respuesta, le mandé precipitadamente la labor que había escrito a máquina durante dos semanas.


La alegre fiesta de Navidad intervino antes de nuestro segundo encuentro. A principios de enero de 1976 llamé a Magdalena Harris para que tuviéramos una cita para escribir mi libro. Sucedió lo que yo no había previsto. Estaba ansiosa de verla meterse de lleno en el proyecto, y llena de gratitud por haberme dirigido a ella. Evidentemente, no la conocía bien.


Me miró fijamente a los ojos y me dijo con gran convicción:


    Mary, si tengo que escribir este libro, será completamente necesario que tengamos una relación totalmente sincera. La una no podrá esconder nada a la otra. Tendré que compartir con usted cosas que no conoce nadie, a excepción de Dios. Y tendré que sentirme libre de decirle a usted exactamente lo que pienso, le guste o no. ¿Está preparada para eso?

    Por supuesto— repliqué sin un momento de vacilación.

Permaneció silenciosa durante lo que me parecieron unos minutos. Luego, tomó 98 páginas mecanografiadas que le había mandado previamente, las agitó en mi dirección y preguntó:


    ¿Quiere saber qué sobresale de la lectura de este manuscrito?

    Sí, dígame— respondí ansiosa.

    Desde el principio al fin, dos cosas resultan claramente evidentes: Un espíritu rebelde y una total falta de sumisión a su marido —esa fue su sorprendente respuesta.

    Pero… pero… yo escribí el libro en sumisión a Dios, me defendí.

    Usted puede hacer o decir lo que quiera, Mary. Es la vida lo que cuenta. Y no es esto lo que usted vive.

    Pero… pero… creo que he tratado mis problemas y los he solucionado— dije a la defensiva y con poca convicción.

    Sólo para empezar, y si no, ¿qué significa esto de “mi” iglesia y “mi” iglesia? —me preguntó—. ¿Y qué significa este lamentarse porque Jim no le permite su propia expresión religiosa, y que la deja sola en este aspecto?

    Pero yo ya no he vuelto a ir a mi iglesia— repliqué —Voy a la suya.

    Esto puede ser verdad, Mary— dijo pensativamente. Pero me parece que usted es como aquel niñito de esa historia tan conocida, que quería comer de pie en su silla. Muchas veces su madre le sentó. Finalmente, miró a su madre, desafiante, y le dijo: “Puede que ahora esté sentado, pero en mi corazón todavía estoy de pie”.

Tuvo que pasar más de un año antes de comprender que significaba “estar de pie” para Magdalena Harris. Y para que me diera cuenta de que tenía razón.


Por el momento, estaba enfadada, pero rápidamente argumenté:


    Bueno, la Biblia dice que tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres, ¿no es así?— Sabía que la había pillado.

    Por supuesto que lo dice así, si usted lo arranca por completo de su contexto. En primer lugar, este texto no se refiere a los maridos; de ser así, contradeciría otros pasajes de la Escritura. Cuénteme, Mary, acerca de sus hijos —pareciendo que cambiaba de tema—. ¿Marchan bien? ¿Tiene ahora algún problema con ellos? ¿Son obedientes? —Entonces me di cuenta de que no había cambiado de tema.

Primero le conté de Joy, que estaba en completa rebeldía y que me estaba volviendo loca. Lloraba al hablar.

    ¿Y los demás?— insinuó.

    Si tengo que ser sincera, debo reconocer que todos son rebeldes— admití a regañadientes.

    Pude haberle dicho eso, Mary. ¿Sabe por qué? —preguntó.

En aquel momento ya sospechaba la respuesta, pero dije:


    No, ¿por qué?

    Porque su madre es una rebelde. Mientras usted siga en rebelión, lo estarán sus hijos.

No me dio una respuesta definitiva aquel mismo día de si escribiría o no el libro. Simplemente dijo:


    Usted tiene que dominar su corazón rebelde antes de que tome en serio el escribir su libro.

Sabía que era obstinada, pero nunca lo había visto como rebeldía; ni podría haber admitido que no había sido el Espíritu Santo quien hubiese preparado este encuentro revelador. Aquí había pecado escondido para mí, pero evidente a los otros. Había estado orando para limpiarme de mis pecados secretos. ¿Cómo iba ahora a reaccionar cuando me expusieran algunos?


Mientras conducía hacia casa, le pedí sinceramente a Dios que se ocupase de mi espíritu rebelde, y, en un acto de voluntad, le dí permiso a Dios para comenzar conmigo y no dejarme hasta que estuviese limpia por completo.


El Señor me dijo claro que tenía que hablarle a Jim admitiendo cuanto me había equivocado. A pesar de que esto era un golpe tremendo para mi orgullo, deseaba tan desesperadamente enderezar mi vida y mi familia, y andar en obediencia a Dios, que estaba dispuesta a todo.


Después de contarle a Jim la entrevista bastante humillante que acababa de experimentar, antes de que me diera tiempo de cambiar de idea, le pedí excusas.


    Jim, —comencé cautelosa, no me daba cuenta de que mi espíritu fuese tan rebelde y tan poco sumiso, y quiero decirte que lamento no haberte permitido ser el cabeza de familia. Puede que no esté siempre de acuerdo contigo, pero voy a intentar dejarte tomar a ti las decisiones del futuro.

Esperaba que él me iba a echar los brazos alrededor del cuello, que me iba a felicitar y que me diría que no había sido tan difícil, después de todo. En lugar de eso, su lacónico comentario me pilló desprevenida:


    Bueno, tengo que admitir que me lo has puesto siempre muy difícil.

Tragué saliva, intentando contradecirle con una airada defensa y contra acusación.

Al momento continuó:


Si este es el caso, te pido que no vuelvas a asistir a tu iglesia. Puede ser muy buena, pero no veo en qué forma podemos ser una familia unida si los dos nos movemos en distintas direcciones.


A pesar de que asentí con lágrimas en los ojos a su petición, no me sentía en absoluto preparada para dar este paso. Me sentía como una niñita a quien le quitaban su manta o le impedían succionarse el pulgar. De hecho, eso es exactamente lo que sucedió. No lo comprendí entonces, pero mi decisión de obediencia me permitió comprender, un año y medio después, que mi iglesia había sido mi manta de seguridad; Dios tenía literalmente que arrebatármela, para que pudiera crecer espiritualmente y aprender que la iglesia y las denominaciones no son la base de la seguridad. Jesucristo sólo es suficiente.


Pensando en la conversación con Magdalena, mis hijos rebeldes, y ahora en este otro problema, un texto de la Biblia, que nunca antes había comprendido, me vino a la mente. Siempre me había parecido que mi conducta estaba mal, que era poco parecida al amor de Dios, a su gracia y a su misericordia. Ahora estaba aclarándose algo más. La Biblia dice: “Porque Yo soy Yahweh tu Dios, fuerte y celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos” (Ex. 20: 5). Siempre había supuesto que significaba que si yo cometía un pecado mis hijos pagarían por ello y me preguntaba a mi misma: “¿Por qué seres inocentes han de sufrir cuando no son culpables?” Pero lo que Magdalena me estaba diciendo era en esencia: “Usted está en rebeldía y porque sus hijos la miran y la toman como modelo, son imitadores de sus rasgos de carácter; por esta razón son rebeldes”. Mi pecado estaba visitando a mis hijos por culpa mía; y tenía razón. Si yo no conseguía dominar mi rebeldía, tampoco ellos podrían. ¡Qué terrible responsabilidad! Aquí estaba el territorio que había entregado a Satanás y que necesitaba reclamar para Cristo.


NOTA MÍA:

Por experiencia propia, por este libro que leí hace unos 20 años y por testimonios de siervos de Dios, puedo corroborar rotundamente esta experiencia de Mary Irwin.


La libertad completa requiere limpieza y obediencia completas. Confesión de todos y cada uno de los pecados, por nimios que parezcan, pedir perdón y restituir, cuando proceda y sea posible, y completa sumisión y obediencia a la autoridad de Dios y a sus delegados —según proceda—, para acabar con la rebeldía. Son los cuatro pasos inexcusables para obtener la vida del Vencedor, la vida victoriosa. Éstos son los toros que han de ser sacrificados en el altar.

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