EL SILENCIO DE DIOS
ESCRITO POR NICOLÁS PANOTTO·
El silencio es el vacío que posibilita lo pleno.
Todo lo lleno anhela el vacío
para no quedar saturado de sí mismo.
El silencio de los sentidos, de los deseos, de la mente
El silencio que nos devuelve el estado prístino de ser,
de simplemente ser en el Ser. <Javier Melloni>
En la conocida oración del Getsemaní (Mc 14.32-36), Jesús pone en evidencia sus más hondos sentimientos. Angustia y tristeza de muerte. Es desde allí que pide al Padre (al Abba, al “papito”) que le haga pasar esa copa de inigualable sufrimiento. En este hecho hay dos cosas a resaltar. Primero, el mismo hijo de Dios muestra lo más profundo de sí, siendo transparente con aquello que le aquejaba. Pero en segundo lugar, llama la atención el silencio del Padre. Jesús nunca recibió respuesta. Por eso exclamará un tiempo más tarde, tendido en la cruz: Elohi, Elohi, lĕma’ šĕbaqtani (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Mt 27.46)
Existen muchas historias en el texto bíblico que muestran el silencio de Dios ante diversas circunstancias o decisiones. La tendencia generalizada es vincular esta acción divina con momentos de sufrimiento. Es en esas situaciones donde se pide la intervención divina para poder encontrar la solución ante la desdicha. Y con ello –como lo muestra la ya popular imagen en películas y representaciones varias- el clamor por la explicación: “¡¿por qué?!”
Deseo detenerme en esta última pregunta. ¿Por qué los “porqués” aparecen en momentos de desesperación y sufrimiento? ¿Es acaso solo un clamor de exasperación? Creo que dicho interrogante refleja algo aún más profundo, parte de nuestra finitud humana: los porqués devienen de la falta de control sobre una situación. Reflejan nuestra carencia de omnipotencia. Explicar una situación, su origen, sus características, sus funcionamientos, sus propósitos, nos permite dominarla. Por ello, la falta de explicación y conocimiento implican carencia de control.
De aquí podríamos comprender el tema del silencio en Dios desde otro ángulo: éste no se manifiesta sólo en momentos de sufrimiento sino que es algo constitutivo del ser.
Vivimos en un tiempo de saturación: aturdidos por la inabordable información en internet, redes sociales y portales de noticias; por una agenda cargada de actividades y trabajo; por una multitud de expectativas impuestas por otros sobre nuestras espaldas, para alcanzar resultados, estatus y poder. El silencio no encuentra lugar. El silencio es pérdida de tiempo. El silencio nos desenfoca de una meta que debemos cumplir, aunque nunca la pedimos ni buscamos.
¿Por qué esta resistencia al silencio? Precisamente porque, muchas veces, paradójicamente, el silencio aturde. Cuando las voces que saturan de afuera se callan, emerge ese vacío que nos permite ver, sentir y oír más allá. Surgen las voces de lo profundo, que manifiestan nuestras inquietudes, deseos, preguntas y más hondas dudas. El silencio implica darse lugar para cambiar, para moverse. Y ello es, precisamente, una de las cosas más tenebrosas de la vida. Mejor seguir aturdido, para no dar lugar a lo desconocido.
El silencio implica reconocer que no lo sabemos todo, y por ello no tenemos el control sobre las cosas que acontecen. Nada más desesperante que dar cuenta de nuestra finitud. Que las sendas, caminos y opciones que nos representan -aunque llenas de palabras, formas y explicaciones- pueden ser distintas. Ningún murmullo puede acabar con el silencio necesario para hablar otras cosas y escuchar lo desconocido.
El silencio es parte constitutiva de Dios, quien no da explicaciones de todas las cosas. Ni siquiera podemos conocer lo divino en su plenitud, ya que no da cuenta de todo lo que sucede en la historia. Siempre se presenta como paradoja.
Dios es logos (palabra) Pero para que haya logos, primero hubo kenosis (“vaciamiento, despojamiento”, Fil 2.7)
Esta kenosis da lugar a nuevas enunciaciones. Primero, en ese encuentro paradójico con lo divino en la finitud de la historia nos permite “darle palabras”, como en el encuentro de los discípulos de Juan el Bautista con Jesús al preguntarle: “¿eres tú al que estamos esperando?”, a lo cual éste responde: vean y cuenten (Mt 11.1-6). Jesús pudo haber contestado directamente, pero decidió no hacerlo sino dar lugar a las palabras de los mismos discípulos.
El silencio da lugar a conocer a Dios, y en ese apalabramiento de lo divino nos apalabramos a nosotros/as mismos/as. (Nota del administrador: Nos parece que esta distinción en el lenguaje para aludir a ambos géneros no es necesaria ni bíblica, sino que se suma a la corriente feminista, especialmente de los políticos, que pretende feminizar hasta el diccionario).
Por otro lado, el silencio posibilita conocer a Dios de diversas formas. Esto significa que silencio es equivalente a misterio. La dimensión mistagógica de lo divino, lejos de hacerlo un ente abstracto y lejano, abre la puerta para que, desde ese silencio inherente a la plenitud de su Ser, podamos conocerle de las formas más inesperadas y coloridas. Como bellamente lo dijo la Madre Teresa:
A Dios no lo podemos encontrar en medio del ruido y la agitación. La naturaleza, los árboles, las flores y la hierba crecen en silencio; las estrellas, la luna y el sol se mueven en silencio… Es necesario el silencio del corazón para poder oír a Dios en todas partes, en la puerta que se cierra, en la persona que nos necesita, en los pájaros que cantan, en las flores, en los animales.
Aprendamos a vivir la vida en este silencio que acalla las voces que aturden en su espectáculo, para dejarnos llevar por los susurros de los bellos detalles que inundan nuestro alrededor, y que aún desconocemos (¡y que llevaremos toda la vida descubriendo!)
Vivir en el silencio es aprender que todo puede ser distinto, que siempre hay algo nuevo por experimentar, aprender y poner en diversas voces. Las palabras ponen fronteras. El silencio abre el espacio hacia horizontes aún desconocidos.
Vivir en silencio es aprender a ser humildes al reconocer que no tenemos la comprensión total de las cosas. Por ello, el silencio es una instancia de deconstrucción de aquello que se presenta como único, acabado y absoluto. Las palabras que aturden no permiten ver más allá. La humildad del silencio nos abre a lo diferente.
Vivir en silencio es aprender a vivir en comunidad, ya que el silencio representa ese espacio de desconocimiento que me permite acercarme a mi prójimo, para descubrirle y descubrirme con él/ella en esa presencia compartida.
Vivir en silencio implica amarnos a nosotros/as mismos/as, al escuchar aquellas voces en nuestra profundidad que nos inquietan, nos desafían y nos asustan, sabiendo que tenemos una historia y que poco a poco la seguimos construyendo, sin saber por completo lo que viene sino tanteando y probando, pero siempre avanzando según los leves susurros nos indiquen.
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REFERENCIA DEL ESCRITOR.
Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública …
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