EL SEÑOR MI GUARDA, Octavius Winslow


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"A los que me diste, yo los guardé …"
Juan 17:12


Y, ¿quién podría proteger a Su pueblo sino el Señor mismo? Todos los santos y ángeles en el Cielo no podrían guardar a un creyente de caer de manera irrevocable y perecer por siempre. Incapaces de protegerse de sí mismos, ¿cómo podrían ellos proteger a otros? No hay un ser racional en el universo que, dejado a su propio sostenimiento, no más demostraría su propia destrucción —¡y terrible sería su suicidio! 

El poder restrictivo y preservador de Dios sobre sus criaturas, es maravilloso, universal e incesante. “De Dios es el poder”. Reina en el Cielo, gobierna sobre la Tierra, y es sentido en el Infierno.
“Una vez habló Dios; DOS VECES he oído esto (lo ha escuchado en los solemnes tonos de su eco resonante): Que de Dios es el PODER”, (Sal. 62:11). 
“Guardados por el PODER de Dios”, (1 Pe. 1:5).
En la oración intercesora la cual Jesús, en el ejercicio de Su oficio sacerdotal sobre la Tierra, ofreció —la Regia Oración, de forma preeminente y enfáticamente la oración del Señor, un tipo de intercesión en nuestra representación en el interior del velo— Su cuidado de Su pueblo que es afirmado solemnemente, “a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió” (Jn. 17:12).

Pero tú quizás contestarás, “¿No fue dado Judas a Jesús, y se perdió?” ¡Sin duda alguna! Y la respuesta a esto es, que Judas fue dado a Jesús como un discípulo, como un apóstol, como un ministro, pero no como un santo, ni para la salvación de su alma. ¡Que terrible imagen, y que solemne lección hace su historia al presente! Entendemos de esto que, no importa cuán lejos un profesor religioso, o un dirigente de la Iglesia, o un predicador del evangelio, distinguido por sus dones y utilidad pueda volverse; y sin embargo, ser totalmente destituido de la gracia transformadora de Dios, y morir así, “para irse a su propio lugar” (Hch.1:25). Oh Señor,
“Sosténme, y seré salvo”. (Sal. 119:117).  
“Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí”. (Sal. 19:13). 

“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno”. (Sal. 139:23-24).

Pero el Señor es nuestro guarda. Él es un cuidador Divino. Solamente la Deidad podría cuidarnos de caer. El mismo poder que sostiene al universo sostiene a los santos, y ningún otro poder excepto este podría mantenerlos un momento.

¡Alma mía! el Salvador que te redimió y te llamó, te guarda; ¡y porque Él es Divino, tú eres divinamente guardado, guardado en todo momento, guardado para siempre!
“Guardados por el poder de Dios mediante
la fe, para alcanzar la salvación”. 
(1 Pe. 1:5).
Pero igualmente necesitábamos un guarda humano, uno en unión personal con nuestra naturaleza, familiarizado con nuestras debilidades, en afinidad con nuestras flaquezas, tentaciones, y penas. Tenemos todo esto en Jesús, el Señor nuestra guarda. Oh, no hay un ángel en el Cielo que podría tener conmiseración de nuestras flaquezas, compadecerse de nuestras debilidades, condolerse de nuestros asaltos, soportar nuestras inclinaciones a caer, y restaurarnos cuando nos extraviamos. ¡Jesús puede! ¡Jesús lo hace!

Este cuidado divino no nos libera de la solemne obligación de la oración personal e incesante y de la vigilancia. Hay un sentido —limitado, por cierto— en el cual el creyente es su propio guarda.
“Conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna”. (Ju.1:21). 
Estemos, entonces, en nuestra atalaya todos los días y todas las noches, vigilando por los pecados que nos asedian, vigilando por el mal del mundo, y vigilando por los asaltos del Maligno.

¡Oh, tú débil y humilde santo de Dios, frecuentemente miedoso, no sea que por temor al final no puedas alcanzar el Cielo, levanta la vista! El Señor que te compró con Su sangre, te llamó por su gracia, te preserva por la morada de Su Espíritu, que ora momento tras momento para que tu fe no desfallezca, te guarda, y continuará guardándote, hasta que Él te lleve a la gloria.
“Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”. (Jud. 1:24-25). 

(Por gentileza de E. Josué Zambrano Tapias)

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