CHOCOLATE NEGRO Y CHOCOLATE CON LECHE, TODO ES CHOCOLATE, Tim Challies

 


Es uno de los grandes debates de una época privilegiada: ¿es el chocolate negro superior al con leche o el con leche es superior al negro? Ambos tienen sus defensores. Los que prefieren el chocolate negro, presumen de que el sabor del cacao no se ve alterado por el exceso de azúcar, que tan maravillosamente complementa el amargor de un café negro. Los que prefieren el chocolate con leche, dicen que la leche y el azúcar potencian el sabor del cacao como lo hacen con el sabor del té. Ellos afirman que el cacao está en su mejor momento, cuando está suavemente aligerado y moderadamente endulzado. La disputa persiste, pero, al final, se ha de recordar que, mientras el chocolate puede ser negro o con leche, amargo o dulce, es todo chocolate.

Al vivir nuestras cortas vidas en este mundo, nos encontramos con circunstancias que son amargas y dulces. Nos deleitamos en muchos goces y nos afligen muchas tristezas. Reímos y lloramos, alabamos y nos lamentamos, celebramos y enlutamos. Lo que une las alturas y las profundidades es la mano de la Providencia. Y mientras la Providencia sea oscura o luminosa, amarga o dulce, es toda Providencia.  

En ocasiones he reflexionado de una manera simple en la providencia desde el libro de Job. Job, al principio, fue bendecido por encima de todo hombre. Convirtiéndose próspero tanto en posesiones como en prole. Él fue irreprochable, íntegro, se apartó del mal y vivió en el temor del Señor. Como podríamos esperar ver a este lado de la caída, fue un hombre bueno y bendecido.   

Y entonces, un día, todo le fue quitado. Sus siervos fueron asesinados, sus riquezas robadas y quemadas y sus hijos aplastados. El hombre más bendecido se convirtió en el más desdichado. Donde muchos se habrían desesperado de sí mismos, donde muchos habrían levantado sus puños al cielo, Job, al contrario, respondió adorando. Él, rasgó sus vestiduras, afeitó su cabeza, se humilló y dijo: “El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor”. Como suele ocurrir, lo que no dijo es tan importante como lo que hizo. Él no dijo: “El Señor dio y Satanás quitó”, pero sí dijo, “el Señor dio y el Señor quitó”.  

El libro de Job aclara que Satanás fue el que extendió su mano contra todo lo que Job tenía. Es evidente que un gran viento se levantó y causó que la casa colapsara sobre sus hijos, que emergieron los bandidos del desierto para robar, saquear y destruir. Hombres, demonios y un mundo roto conspiraron completamente contra Job para robarle todo lo que amaba, todo lo que quería; todo, menos su cuerpo y su esposa. No obstante, el primer y mejor análisis de Job fue que el Señor, quien en última instancia determinó darle mucho más, fue Él mismo que en última instancia determinó quitarle todo de nuevo. 

Había, claramente, causas secundarias involucradas: espadas, fuegos, torbellinos. Pero, él sabía que ninguna causa secundaria puede operar fuera del asentimiento de la causa primaria sobre todas las cosas. Satanás en sí mismo no podría ir más lejos de lo que Dios había permitido, tomar acción de lo que Dios mismo no le había permitido. La espada podría caer sólo donde Dios lo había decretado, el fuego podía consumir sólo lo que Dios había permitido, el viento podía soplar sólo donde Dios lo había permitido. Detrás de la espada, detrás del fuego y detrás del viento, Job, en última instancia, no vio a un diablo malo, sino a un Dios bueno. Él, en última instancia, no vio el plan del enemigo, sino el propósito de su Redentor.  

Job ha mentoreado a cada generación de cristianos mientras enfrentamos nuestras alegrías y pesares, nuestros altos y bajos. Hay mucho de lo que debemos aprender de él, pero, especialmente, esto: nosotros experimentamos una dulce Providencia y una amarga Providencia. Sin embargo, todo es Providencia. Todo fluye, en alguna manera, del Dios que posee una mente vasta, cuyo corazón es bueno, cuyo brazo es fuerte, cuyo amor es verdadero y cuyo propósito es bueno

Tim Challies

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