MADURANDO
EN MADUREZ
ASUMIR
LOS RIESGOS DE LA PATERNIDAD ESPIRITUAL
RESPONSABLE
Y DE LA CORRECCIÓN FRATERNAL
por
Txema Armesto
7
de noviembre de 2017
1Jn_2:13
Os
escribo a vosotros, padres,
porque habéis llegado a conocer al que es desde el principio. Os
escribo a vosotros, jóvenes,
porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos,
porque habéis conocido al Padre.
El
Señor nos ha puesto una vez más a reflexionar sobre la cuestión de
la paternidad
espiritual, a la que
todos somos llamados cuando alcanzamos la etapa de madurez.
Hoy
pensamos especialmente en los que habiendo alcanzado cierto grado de
madurez incipiente
aún debemos “madurar en madurez” y también en quienes hartos de
dar vueltas en la rotonda del desierto, ya han dejado de vagar y se
han aposentado frente al Jordán esperando el momento y la orden de
cruzar; es decir, quienes pueden ya percibir algunos efluvios de los
Cedros del Líbano y contemplar desde el Pisga la Tierra de su anhelo
más profundo.
Madurez
y paternidad
Como
no podía ser de otra manera el texto de 1ª de Juan del
encabezamiento nos habla de los tres niveles o fases de crecimiento,
siendo el último la paternidad o madurez. Obviamente éstos se
corresponden con las tres fiestas anuales de Israel, Pascua,
Pentecostés y Tabernáculos. Padre es aquella persona que
habiendo cruzando el Jordán para morir a la carne ha dejado atrás
el desierto, la religión y el humanismo, la vida en la carne al fin,
y ha entrado en la buena Tierra de Tabernáculos, que encarna la
madurez, vida en el espíritu o vida victoriosa.
Sea
vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que
sepáis cómo debéis responder a cada uno.
En
el reino vegetal la aparición del fruto nos señala el final del
ciclo anual. Pero ese fruto nada más aparecer aún está verde y
debe madurar, hasta alcanzar el color que lo hace atrayente a los
ojos, el aroma que presagia que ha de estar muy bueno y el sabor
justo entre dulce
y ácido
(según los gustos de sazón de cada cual, en lo personal nos gusta
un toque de acidez) que satisfaga al paladar que lo degusta. Así
nosotros deberemos
seguir creciendo cuando el fruto del Espíritu, Cristo, recién haya
sido formado en nosotros.
Observemos
que la Palabra ha de ser salada, ¡no endulzada! La gracia y la sal
no tienen porque ser forzosamente siempre dulces; a veces se
necesitarán palabras no precisamente dulces sino amargas.
Lucas
14:34-35
buena
es la sal; mas si
la sal se hiciere insípida,
¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es
útil; la
arrojan fuera.
El que tiene oídos para oír, oiga.
Discernimiento
espiritual
Digamos
pues que un padre bien sazonado sería quien ha alcanzado sabiduría
y discernimiento suficientes, como para tener palabras de gracia
depuradas y ponderadas, para responder a cada cual como se debe y en
el momento oportuno. Este discernimiento u olfato espiritual, el más
importante de los dones según decía Watchman Nee, solo llega cuando
nuestro espíritu es separado o partido de nuestra alma,
capacitándonos para discernir el uno de la otra, las intenciones del
espíritu, que están al fondo, de los pensamientos del alma, que
están al frente (Hebreos
4:12).
El padre siempre puede ver el trasfondo de las cosas, las causas, las
motivaciones o intenciones ¡e incluso las consecuencias de las
acciones! El joven puede ver poco más de lo que tiene justo frente a
su nariz. “El
avisado (experimentado)
ve
el mal y se aparta, los simples (inmaduros)
pasan y reciben el daño”
(Proverbios
22:3;
27:12).
Hebreos
4:12 nos da un enfoque más de lo que ocurre al cruzar el Jordán,
frontera divisoria entre la juventud y la paternidad. La imagen aquí
es el sacerdote manejando su cuchillo de doble filo para partir y
exhibir a la luz todas las partes del sacrificio, ¡incluso los
tuétanos! Así la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios,
nos escruta y va separando, cada vez más en profundidad, nuestra
carnalidad de nuestra espiritualidad, hasta separarlas completamente,
para que podamos discernir lo que es del diablo, lo que es nuestro
(alma) y lo que es de Dios.
las
aguas que venían de
arriba
se
detuvieron
como en un montón bien
lejos de la ciudad de Adam,
que está al lado de Saretán, y las
que descendían al mar
del Arabá, al Mar Salado, se
acabaron,
y fueron divididas;
y
el pueblo pasó
en dirección de Jericó.
En
el cruce del Jordán, las aguas se dividieron, quedando las aguas de
arriba detenidas bien lejos de la ciudad de Adam, o Adán (según
Strong es lo mismo), y las aguas de abajo, las que descendían al
mar, se acabaron. Tal vez pudiera verse aquí que el flujo de las
aguas carnales, las que venían del viejo hombre Adán, fue
interrumpido. Cuando pasaron al otro lado el flujo se reanudó como
viniendo ahora del segundo Adán, Cristo.
Cuando
la luz ilumina las sombras:
… pero
si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos
limpia de todo pecado.
Así
como el coche avanza porque giran las ruedas, nosotros progresamos
cuando al llegar la luz enfocando hacia nuestras sombras, confesamos
y la sangre nos limpia. Así vemos que el siguiente nivel de
madurez está tan lejos como nuestro arrepentimiento.
El
texto bíblico de 1ª de Juan nos deja muy claro también que si no
andamos en luz, si
no somos veraces y transparentes, no podemos tener comunión.
Al menos no una comunión completa y perfecta, pues aquello que
ocultamos a los demás se convierte automáticamente en una barrera
que nos separa de ellos. Jesús le dijo al hombre de la mano seca que
se levantara y se pusiera en medio
(Marcos
3:3)
y extendiera su mano (Marcos
3:5).
Suponemos que sería una mano seca, tal vez repugnante a la vista,
pero mientras permaneciera oculta no podría ser sanada. Sólo
cuando nos levantamos para venir a la luz y extendemos nuestra
vergonzosa zona de sombra, somos sanados.
Solo viene a la luz el que quiere que sus obras sean juzgadas (Juan
3:20;
1
Corintios 11:31).
Así pues, apreciamos que crecer
hasta la paternidad tiene mucho que ver con
la
luz y el arrepentimiento.
No
queremos decir que cuando alcancemos los primeros estadios de madurez
ya no necesitaremos la paternidad de, por decirlo así, abuelos o
padres aún mayores. Creemos que aún habiendo alcanzado el estatus
de padres espirituales, siempre encontraremos alguien en el camino
que nos preceda y que podrá brindarnos algún grado de tutelaje
paternal. Esto no los hace a ellos mejores o más dignos ante el
Padre que nosotros, simplemente es que han recorrido un mayor trecho
en el camino. También puede que algunos de nuestros hijos o jóvenes,
por la gracia de Dios coyunturalmente avancen más allá de lo que
nosotros hemos alcanzado. Tal fue el caso de Pablo, que viniendo más
tarde a los pies del Señor creció muy rápido y sobrepasó a los
demás apóstoles, aunque éstos hubieran caminado físicamente con
el Señor y creyeron antes que él. Aún David reconoce en sus Salmos
que pudo crecer más allá que sus maestros (Sal
119:99, He
llegado a tener mayor discernimiento que todos mis maestros, Porque
tus testimonios son mi meditación).
Padre
intercesor
Decía
Henry J. Nouwen, en su libro “El
Regreso del Hijo Pródigo”
(sin duda uno de los libros mejores que jamás hayamos leído, que
nos hayan leído a nosotros y que les recomendamos arduamente leer)
que, tras pasar por el papel del hermano
menor rebelde y descarriado, experimentado
en pecados externos, que
se va de la casa
y del hermano
mayor amargado y celoso,
cargado de pecados internos, que está
en la casa pero no la considera suya;
somos llamados a asumir el papel del padre
sufridor,
que siempre
está en casa
dispuesto a recibir a los extraviados, a encajar los golpes, a
perdonar y a extender gracia a quien retorna arrepentido. ¿No será
este un
intercesor?
Sí, aquel que alcanzó la gracia para colocarse en la brecha y
cargar vicariamente con las flaquezas de los débiles (Colosenses
1:24),
para que ellos puedan ser bendecidos (Filipenses
1:29).
El
padre está llamado a sufrir por otros, a sembrar bendición y a
recoger, muchas veces, ingratitud por pago; a tender la mano a
sabiendas de que muchos morderán la mano que les bendice (solo uno
de los leprosos sanados regresó a dar las gracias al Señor, un
triste diez por ciento). Bueno. ¿Y qué? ¿Eso nos retraerá de
hacer lo debido? ¿No fue también él un hijo menor rebelde y un
hijo mayor amargado antes de ser padre? Es común de los hijos la
postura egocéntrica y egoísta de exigir sus “derechos”, “dame,
dame, ...”
Exigen todo el tiempo que les apacienten, reclaman atención, que les
sirvan y brinden entretenimientos y novedades, porque estando solos
por mucho tiempo haciendo lo que deben, todavía se aburren
(Proverbios
30:15).
El mundo gira alrededor de ellos y los demás deben ajustarse a sus
programas y deseos y estar para satisfacerlos. Quieren ser servidos y
no se dan cuenta que su
liberación vendrá cuando saliendo de sí mismos se enfoquen en los
demás.
El
padre que ama ha dejado de pensar en sí mismo y piensa en los demás.
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