CÓMO FUE QUE DEJÉ MI NEGOCIO, Por D. L. Moody

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Por D. L. Moody

La manera en que Dios me hizo salir de mi negocio y entrar en el ministerio cristiano fue la siguiente:  Yo nunca perdí de vista a Cristo Jesús desde que lo conocí en la tienda de Boston.  Pero por años yo fui un cristiano nominal que creía que no podía hacer nada para Dios.  Nadie me pidió que hiciera alguna cosa para el Señor al principio de mi conversión.
    Cuando fui a Chicago
Alquilé cinco bancos en un templo y busqué jóvenes en las calles para llenar esos bancos.  A pesar de que los jóvenes aceptaban mi invitación de venir al templo, yo nunca les hablé del evangelio en la calle, pues pensaba que ése era el trabajo de los ministros y los diáconos.
Comencé una escuela para enseñar la Biblia los sábados
Algún tiempo después. Pensaba que lo importante era tener una buena asistencia, así que trabajé bastante para obtenerla, y lo conseguí.  Cuando la asistencia a ese lugar de reunión pasaba de mil, yo estaba feliz, pero cuando era inferior a los mil, yo me sentía triste.  Sin embargo, aunque la asistencia era numerosa, no había conversiones ni cosecha para Dios.  Entonces el Señor me abrió los ojos.
Había una clase de señoritas en la escuela dominical que sin lugar a dudas era la más difícil pues las jovencitas eran frívolas e indiferentes a las cosas de Dios.  Un domingo faltó el maestro de esa clase por enfermedad y yo tuve que tomarla.  Las jovencitas se rieron de mí y yo me sentí con el deseo de decirles que se fueran y ya nunca regresaran.
    Durante la semana el maestro de esa clase me visitó en la tienda donde trabajaba.  Él estaba completamente pálido y se veía muy enfermo.
«¿Qué pasa?» le pregunté.
«Tuve otra hemorragia en los pulmones.  El doctor me ha dicho que no puedo vivir en el Lago Michigan.  Me voy al estado de Nueva York, y supongo que regreso a mi casa allá a morir.»
Él parecía completamente preocupado, y yo le pregunté la razón de su preocupación.
«Bueno,» me dijo, «me preocupa mi clase de la escuela dominical.  No he ganado ni una sola alumna para Cristo.  Realmente pienso que he perjudicado a la clase en lugar de hacerle bien.»
Nunca había oído a alguien hablar así, y eso me hizo pensar.  Después de un momento le dije:
    «¿Por qué no va y les dice cómo se siente? Si usted quiere, yo lo puedo acompañar.»
Aquel hombre estuvo de acuerdo y comenzamos nuestro recorrido. 
Aquel recorrido fue el mejor de todos para mí.  Llegamos a la primera casa y el maestro habló con su alumna y le presentó el plan de salvación.  Aquella jovencita no se rió ni se burló como en la clase de la escuela dominical.  Al contrario, sus ojos se llenaron de lágrimas.  Después de explicarle muy bien la Palabra de Dios, el maestro me pidió que elevara la oración de petición.  Yo nunca había tenido la experiencia de orar que una persona se entregara de inmediato al Señor, pero elevé la oración y el Señor la contestó.
    Fuimos a otras casas también.  Al subir a la escalera, se le agotaba la respiración, pero después de un momento el maestro le dijo a su alumna el propósito de su visita y le presentó el plan de salvación.  La experiencia se volvió a repetir.  Había lágrimas, oración y salvación.
    Cuando se agotaba su vigor, yo lo regresé a su pensión.  Así continuamos por varios días, y después de diez días, el maestro entró en la tienda donde yo trabajaba, su rostro radiante, y me dijo:
    «Señor Moody, la última de mis alumnas se acaba de entregar a Cristo.»
    Y comenzamos a regocijarnos con las bendiciones de Dios.
El maestro tenía que partir para el estado de Nueva York la noche siguiente.
Así que esa misma noche reunimos a todas las jovencitas que se habían entregado al Señor para orar juntos.  En aquella ocasión el Señor encendió un fuego en mi alma que nunca se ha apagado.  Mi única ambición había sido ser un comerciante de éxito, y si yo hubiera sabido que Dios me iba a quitar esa ambición, probablemente no hubiera asistido a esa reunión.  Pero, ¡cuántas veces le he dado gracias a Dios por esa reunión de oración!
    Aquel maestro enfermo y moribundo se sentó en el centro de la clase y les habló a las jovencitas de la Palabra de Dios.  Leyó el capítulo 14 de Juan, y con emoción cantamos «Sagrado es el amor.»  Después nos arrodillamos para orar.  Al terminar mi oración, empecé a levantarme de rodillas cuando una de las alumnas comenzó a orar por su maestro enfermo.  Otra oró, entonces otra, hasta que oraron todas en la clase.  La bendición que recibí de aquella reunión fue tan grande que al salir de aquel lugar le dije al Señor:
    «Señor, prefiero morir que perder la bendición que he recibido en esta noche.»
    La noche siguiente fui a despedir al hermano maestro.
 Me sorprendí al ver que una a una hasta la última de las alumnas convertidas fueron llegando a la estación del ferrocarril sin arreglo de antemano.  Nos gozamos en el Señor de nuevo, y aunque tratamos de cantar, no pudimos, pues había lágrimas en nuestros ojos y en nuestro corazón.  Al fin el tren partió y vimos al maestro alejarse de nosotros, pero aun en la distancia podíamos ver que el maestro apuntaba hacia el cielo donde, según nos había dicho, nos iríamos a ver algún día.  Para mí, aquella fue una despedida inolvidable.
No sabía lo que esta experiencia me iba a costar.  Los negocios dejaron de ser atractivos para mí.  Mi trabajo en la tienda no me satisfacía pues había probado algo infinitamente mejor.  El dinero y las cosas materiales dejaron de interesarme.  Se desató una lucha tremenda en mi corazón.  Por una parte estaba mi negocio, pero por otra, estaba el llamado del Señor al ministerio cristiano.  ¿Cuál sería mi decisión?
Bueno, decidí dedicarme por completo al ministerio cristiano, y nunca me he arrepentido de esa decisión.  ¡Oh, la bendición de ganar almas para Cristo!  ¡El gozo de ayudar a las almas a salir de las tinieblas de este mundo a la luz admirable y gloriosa de Cristo Jesús!

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