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TESTIMONIOS BLANQUEADOS POR LA LUZ, José (Administrador)

La ropa, bien lavada, se tiende en la hierba al sol,
para que se seque y blanquee.



¿Recuerdan el proceso antiguo de lavado y blanqueado de algunas de nuestras abuelas e, incluso para algunos, de algunas de nuestras madres? Creemos que era algo así: se dejaba la ropa blanca sucia en remojo con jabón y lejía, después se frotaba, restregaba e incluso golpeaba, concienzudamente en el lavadero o en la tabla de lavar; entonces se aclaraba bien en el agua; se pasaba a dejarla sumergida en agua con añil o blanco nuclear; se volvía a aclarar en agua limpia y entonces se tendía en las cuerdas o incluso se extendía sobre la hierba, al sol.


Sí, ¡al final era la plena y radiante luz del sol lo que hacía resplandecer las prendas blancas! especialmente las sábanas.


Salmos 36: 9, ¡En tu Luz veremos la luz!


Esta historia viene a cuento de la manera correcta en que debemos contar nuestros testimonios, pues tenemos cierta tendencia a ocultar ciertas cosas que nos parecen especialmente delicadas, comprometedoras o vergonzosas para nosotros y a resaltar aquello que nos hace relumbrar como cristianos comprometidos y usados por Dios, como cuando exaltamos nuestros dones y hazañas "en el Señor".


Sí, es cierto, debemos discernir como, cuando y a quien contamos las cosas, para no dañar en algunos casos a los débiles en la fe, ni excitar el morbo de la gente cuando lo hacemos importunamente. Pero aquí nos referimos a esa tendencia carnal de ocultar o disminuir lo que no nos gusta y a magnificar o exagerar aquello que puede hacernos destacar.


Pensamos que lo más correcto o equilibrado al hablar de nuestras andanzas en el Señor, es que siempre procuremos permanecer lo más posible escondidos tras la cruz para que solo Cristo resalte, tanto en lo bueno, como en lo malo.


Lucas 6: 8

Mas él conocía los pensamientos de ellos; y dijo al hombre que tenía la mano seca: Levántate, y ponte en medio. Y él, levantándose, se puso en pie.


Lucas 6:10

Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él lo hizo así, y su mano fue restaurada.


Juan 3:20

Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.


Estos pasajes de Lucas y Juan pueden ayudarnos a entender algo de lo que tratamos de transmitir.


El hombre de la mano seca tal vez estaría un tanto apocado, retraído y avergonzado por su defecto físico; más aún teniendo en cuenta que las enfermedades físicas en aquel entonces lo señalaban como pecador o hijo de pecadores (Juan 9: 2). El Señor discernió el asunto y le mandó LEVANTARSE para que todos lo vieran bien y PONERSE EN EL MEDIO para que fuera el centro de todas las miradas. Pero Jesús no se conformó sólo con esto, sino que le ordenó que EXTENDIERA o exhibiera su fea, y repulsiva a la vista, mano seca, ante toda la multitud.


En su día estos pasajes a nosotros nos hablaron de la necesidad de no escondernos, de no tapar nuestras "vergüenzas". Quienes han sido liberados de la condenación, de la culpa, han experimentado el sacrificio de paz en sus corazones y se saben revestidos de Cristo, del nuevo hombre, no necesitan un bikini de hojas de higuera, pues les cubre la resplandeciente túnica de lino blanco de la justicia de su Señor. Éstos pueden levantarse, ponerse en medio y extender sus viejos trapos sucios, que fueron blanqueados en la plena luz del día. Es la luz la que los sanó y no tienen temor de que sus obras malas sean reprendidas; porque se sienten absolutamente perdonados y ya no se sienten más miserables (Romanos 7: 24), por condenación o culpabilidad y pueden dar gracias a Dios por Jesucristo.

Dar testimonio de nuestros pecados, debilidades, traiciones, metidas de pata, etc., corta el circuito de maldición, tornándola en bendición. Permítanme darles un par de ejemplos personales de como esto viene a ocurrir.


Recuerdo cuando comencé en mi primera congregación y todavía fumaba. Lo había dejado por dos o tres años pero estaba empezando a picotear una vez más. Total, ¿qué importancia podían tener dos o tres pitillos diarios? Además la Biblia no señala que sea pecado fumar; me decía, justificándome a mí mismo.


Asistía a los cultos y al salir, ya en la misma puerta, encendía un cigarrillo. Nadie se atrevió a decirme nunca nada, tal vez porque era "de los nuevos". Sin embargo, el Espíritu Santo empezó a redargüirme y comencé a sentirme un poco incómodo, un tanto azorado. Entonces resolví dejar de encender el pitillo en la puerta y hacerlo al doblar la esquina o al entrar en mi coche. En casa me iba al baño, para que mis hijas, de unos ocho y diez años, que asistían conmigo a la congregación, no me vieran y se escandalizaran con mi mal ejemplo. No quería que supieran de mi hábito pernicioso. En fin, si me siguen el pensamiento, ya habrán llegado a darse cuenta, como a mí me señaló el Espíritu, que me estaba comportando como un hipócrita.


Pasando un poco de tiempo, en una reunión de oración una palabra profética llamó a la iglesia a santificarse. Yo era de los que me tomaba las profecías en serio, y sentí el Dedo Santo apuntando directamente a mi cajetilla de tabaco. Andando la semana me arrepentí ante el Señor y me comprometí con Él a confesar el asunto públicamente en la congregación, en la próxima reunión de oración. Así lo hice, confesando toda la historia, incluido lo de la esquina y lo del baño.


Bueno, no sé si esto ayudó a alguien más, supongo que así fuera, pero desde luego a mí sí; pues al confesar mi hipocresía y pedir perdón y oración por mí a los hermanos, resultó en que nunca jamás volví a fumar. De esto hará unos 25 años (en el año 96).


Déjenme añadir que este asunto de fumar no lo considero más pecado que, por ejemplo, comer en exceso, porque eso también daña nuestro cuerpo. Charles Spurgeon, el ínclito príncipe de los predicadores, fumaba puros habanos, dos o tres por día, si mal no recuerdo. En cierta ocasión un religioso le preguntó si no se había planteado dejar su mal testimonio de fumador; a lo que Spurgeon socarronamente le contestó que cuando comenzara a fumar dos puros al mismo tiempo, sería cuestión de planteárselo. Sin embargo creo que cuando nos sentimos interpelados por el Espíritu a dejar algún hábito, pecaremos si no le obedecemos; y esto es una cuestión personal del Señor con cada uno. También pecaremos cuando por hacer algo provoquemos el tropiezo del hermano más débil en la fe, aunque nosotros mismos sintamos libertad personal para hacerlo.


Permítanme que les cuente la segunda anécdota de como Dios nos recompensa cuando nos humillamos y nos hacemos vulnerables confesando nuestras acciones pecaminosas.


Estaba yo en los primeros años de congregarme en la iglesia, un poco más tarde del suceso anterior que acabo de contarles. Era un miércoles y bajaba por una calle en dirección al culto de oración. Entonces vi que subía en mi dirección un amigo de la cuadrilla de adolescentes, que yo sabía que tenía problemas de adición a las drogas, en concreto a la heroína. En ese instante, al verlo venir caminando hacia mí como un zombi, entendí que venía de adquirir droga e inyectarse en el barrio chino, que se encontraba en una zona adyacente cercana. Rápidamente tomé la actitud del sacerdote y el levita en la parábola del buen samaritano, y me "hice el sueco", no fuera a ser que me pidiera dinero o me buscara alguna complicación, justo ahora que iba hacia el culto con prisa y no quería llegar tarde a mis “obligaciones con Dios” ... (Eso seguramente fue debido a mi instinto innato en acción, advirtiéndome que si me acercaba a la zarza ardiente podría quemarme ...).


Nos cruzamos y él no me reconoció o no me vio y seguí mi camino, con alivio de poder continuar con mi agenda "espiritual" asistiendo al culto. Pero el Señor pareció no estar tan contento como yo con eso, pues al doblar la esquina en una intersección me interpeló susurrando en mi interior: "como el buen samaritano, ¿no?". Fuertemente redargüido le dije. "Señor tienes razón, perdóname".


Llegado y ya en la reunión de oración levanté mi mano y pedí permiso para contar el suceso que me acababa de ocurrir. Lo hice, pidiendo perdón públicamente y les pedí a mis hermanos que oraran conmigo al Señor para que me diera un nuevo chance con mi amigo y así lo hicimos.


Un hermano carnal mío, que también era de la cuadrilla de entonces, al que yo había traído al Señor y ministrado, aunque nunca quiso congregarse; había recibido el bautismo del Espíritu Santo, estaba orando y leyendo la Palabra y libros cristianos y estaba siendo rescatado de algunos pecados y ataduras fuertes; en fin, al que el Señor estaba enderezando su vida en todos los órdenes. También decidió regularizar su relación casándose. Como un año después de mi actuación fallida como buen samaritano, un día me preguntó si yo creía que debiera invitar a este común amigo a su boda. Yo no le dije ni que sí ni que no, sino que decidiera lo que le pareciera más oportuno. Hablamos de que un drogadicto en la boda podría traer algún tipo de complicaciones, pero yo no estaba pensando en mi pasado encuentro anónimo con él en esos momentos.


Mi hermano nunca más me dijo al respecto y llegó el día de la boda y yo no sabía si lo había o no invitado. El restaurante había preparado una mesa corrida de una sola fila como para unos 100 invitados. Todos los invitados fuimos acomodándonos en las sillas, dándose la "casualidad" de que quedaron a mi lado derecho dos únicas plazas y, llegando con retraso nuestro amigo adicto y su esposa, entraron por la puerta y se sentaron, irremediablemente, a mi lado. Obviamente en aquel momento comprendí al instante que dicha "casualidad" no era sino causalidad. ¡La respuesta del Señor a la oración que hicimos en la congregación uno o dos años antes se estaba produciendo!


Conversamos continuamente del Señor, pues el estaba preparado y llevaba tiempo rogándole a Dios por su problema. Tanto es así que yo le ofrecí salir afuera y orar por él para que recibiera a Cristo y fuera bautizado con Su Espíritu. El me rogó que lo dejáramos para el día siguiente, domingo en la mañana. Me pidió la dirección y me dijo que pasaría a visitarme y hablaríamos. Esto me desanimó un poco, pues pensé que una persona con su problema, un domingo y después de una boda buscaría cualquier escusa para zafarse y no acudir.


Habíamos quedado a las 12 a.m. Esperé como una o dos horas y no aparecía y, cuando ya pensaba que no vendría, que la contestación a la oración en la iglesia no era tal y que la historia se acabaría así, sonó el timbre del portal. Contesté por el audífono y ¡era él! Subió y se excusó diciendo que no encontraba la dirección y que le había costado aparcar. Rápidamente entramos en la materia a la que había venido. Después le ofrecí orar por él y nos levantamos ambos.


Comencé a orar teniendo mi mano derecha sobre su hombro. De repente algo como una fuerte descarga eléctrica atravesó mi brazo de arriba hacia abajo y entró en él, de tal manera que cayó al piso sobre la alfombra de la sala de estar y comenzó a orar en lenguas y a adorar y hablar con el Señor sin poder parar, de una forma tan real como si Jesús estuviera allí mismo físicamente, tan real como él y como yo y lo estuviera viendo, aunque sus ojos permanecían cerrados.


Supe que yo acababa de tener la misma experiencia que Jesús debió sentir cuando la mujer con el flujo de sangre se sanó y Él dijo:


"Poder ha salido de Mí ... ¿Quién me ha tocado?" (Marcos 5: 31).

Estuvo echado en la alfombra como por unos veinte minutos o media hora, adorando y hablando con el Rey. Haciéndose tarde, le toqué y le dije, "Tenemos que irnos". Él entonces le dijo al Señor algo así: "Perdóname pero me dicen que tenemos que irnos, pero seguiremos hablando ...". Repito, hablando al Señor como si fuese otro más en la habitación. Entonces se levantó y se fue para su casa.


Tiempo después lo encontré en una ocasión y le invité a ir al culto. Acudió un domingo y hablamos y le hice saber de la conveniencia de que ingresara en un centro cristiano de rehabilitación, a la sazón muy en boga en España en ese tiempo. Pero el se zafó argumentando que le habían hablado de él y que no le gustaba porque les hacían trabajar y no les pagaban, etc.


No le volví a ver ni siquiera a saber de él por unos años, hasta que mi hermano carnal me contó que se había mudado a otra provincia con su esposa e hijos, que estaba trabajando, y que oraba para dar gracias por los alimentos en el comedor de la compañía, delante de sus compañeros de trabajo sin avergonzarse.


¿Se lo imaginan? ¡Un heroinómano sacado de su adicción sin pasar por un centro ni por una iglesia y con su vida reconstruida! Y todo por una confesión pública de pecado.


Tristemente años más tarde nuestro amigo murió muy joven, no por la droga sino por un cáncer. Mi sentir fue que cuando el Señor nos devuelve la vida y hacemos como los 9 ciegos que no volvieron a darle las gracias tras ser sanados, y que mejor forma de darle las gracias que consagrarle nuestras vidas rescatadas, esas vidas prestadas pueden acabar de forma funesta y prematura.


Creo que en nuestros testimonios debemos prestar especial atención a no esconder aquello que nos señala como tremendamente corruptos o perversos, pues eso éramos sin Cristo. No debe quedar ni un solo resquicio en nosotros que acaricie el pensamiento de que aunque fuimos malos, no lo fuimos tanto como fulanito o menganito; de que nosotros no llegamos a hacer esto o aquello cayendo tan bajo como aquel ... También creemos que debemos enfatizar lo malos, lo intrínsecamente engañosos y perversos de corazón según la Palabra de Dios (Jer. 17: 9) que nosotros somos y lo maravillosa que es la gracia de Dios.


¿Por qué nos cuesta tanto testimoniar de ese pecado "tan grave" según nuestro criterio personal, del que nos sentimos especialmente avergonzados, ese que echa por tierra nuestra fachada y fama de buenas personas, que nunca cayeron tan bajo ...? ¿O ese pecado que nos asedia y no podemos vencer? O, por ejemplo, ese pecado que inflamó la rueda de la creación, llevándonos en una vorágine de degradación hasta la postración y humillación que nos condujo a Cristo? ¿Por qué disfrazar nuestra ruina económica, el despojo de nuestros bienes que el Señor permitió, como si fuera una renuncia de consagración que nosotros hicimos, cuando esos bienes nos tuvieron que ser “arrancados con forces” por el Señor? ¿Por qué magnificar nuestros logros o servicios ministeriales o nuestra consagración y disminuir nuestras falencias, defectos, desobediencias y otros males? ¿Por qué enfatizamos lo mucho que hemos padecido por culpa de otros y tendemos a callar lo que nosotros hicimos padecer a los demás?


Creemos que deben ser expuestos nuestros paños mayores y menores a plena luz del día sin avergonzarnos, cuando Dios así nos lo pida. Cuando somos vulnerables facilitamos que otros se identifiquen con nosotros y entiendan el amor y el perdón maravilloso que Dios otorga, ¡hasta al más grande de los pecadores!


A un gran siervo inglés en cierta ocasión un periodista le preguntó por un terrorífico criminal, asesino en serie, que iba a ser ajusticiado, si merecía ser ejecutado. El siervo le contestó: "Pues creo que si no hubiese sido por la gracia de Dios yo podría estar en su lugar en el cadalso".


Pablo comenzó diciendo que había trabajado más que todos los demás apóstoles, después que era el más pequeño de los apóstoles y terminó confesándose como el primero de los pecadores, a quien Dios usó para mostrar Su gracia, para que todos entendieran que si él pudo ser rescatado los demás con mucha más razón (1ª Timoteo 1: 16).

Cuando venimos a Cristo, normalmente, es porque nuestro edificio ya ha sido declarado en estado ruinoso y se le ha asignado fecha para su demolición. Desgraciadamente lo que erróneamente tratamos de hacer es intentar "salvar la cara" pretendiendo restaurar y remozar el edificio en la energía de nuestra carne, y luego "vendérselo a Dios" diciéndole:
"Mi edificio ruinoso no era digno de Ti, pero ahora lo he remozado, decorado y pintado; además conseguí salvar unas cortinas, y unas lámparas y un poco de ajuar, que todavía están buenos ... Ahora seguro que lo aceptarás como pago por tu misericordia". Sin embargo el Señor no acepta nada ni bueno ni malo de la vieja creación y lo que se propone es arrasar por completo nuestro edificio, hasta los cimientos, sin que quede nada de él. Nosotros creemos que no deja ni el terreno, sino que incluso cava y ahonda antes de echar los cimientos de un edificio totalmente nuevo.


David Wilkerson en uno de sus libros relataba la historia de unos drogadictos rehabilitados en su ministerio Teen Challenge, que después se casaron y eran parte de su plantel de liderazgo. En las cruzadas David solía llamarlos al frente para que prestaran su testimonio. Andando el tiempo ellos empezaron a sentirse avergonzados de contar su historia y, no recuerdo bien, si abandonaron el ministerio o dejaron de prestar su testimonio; pero si lo que ocurrió, que al final el Señor les tocó y se arrepintieron y volvieron a hacerlo de nuevo, porque entendieron que al Señor le agradaba que lo hicieran y le dieran la gloria por haberlos sacado del abismo de la drogadicción.



Hebreos 4: 12-13

Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.

Jn. 3: 19-21

Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que obra el mal, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sean manifiestas sus obras, que han sido hechas según Dios.

Gén. 3: 8-9

Y oyeron la voz de Yahweh Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Yahweh Dios entre los árboles del huerto. Mas Yahweh Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?


El sacerdote que ofrecía el holocausto tomaba el cuchillo para abrir el sacrificio y que todo su interior quedara expuesto a la luz del día, a los ojos de Dios. Piel, carne, vísceras, huesos, e incluso los tuétanos, ¡para lo cual se debían partir hasta los huesos! ¡Todo era expuesto! Claro está, el texto dice que a los ojos de Dios, pues es a Él a quien tenemos que pedir que nos exponga, para que todo lo oculto en nuestros corazones sea sacado a la luz. ¡Si Dios no nos pusiera en circunstancias para exponernos, nunca llegaríamos a conocer nuestra tremenda perversión de corazón, en sus motivaciones e intenciones últimas más ocultas!



Aunque el texto dice que es a los ojos de Dios creo que el principio es válido para animarnos a hacer públicos nuestros trapos sucios cuando el Señor así nos lo demande.


En lugar de escondernos y tapar nuestras vergüenzas con hojas de higuera, cubrámoslas con la túnica de piel de la justicia del Señor Jesús y dejemos que el tesoro de su gracia resplandezca y contraste en nuestros vasos de barro. El evangelio no se trata de oro ni tampoco de barro, se trata de oro en vasijas de barro.


Concluyendo, diremos que es bueno venir a la luz y ser vulnerables buscando que otros se puedan identificar en nuestras debilidades, falencias y pecados, pero para ello deberemos buscar siempre la guía del Espíritu Santo. Lo que debemos evitar es tratar de parecer ser lo que no somos y evitar a toda costa el callarnos lo que podría ser de bendición para otros, aunque aún sintamos algún grado de condenación o vergüenza. En estos casos creo que exponer nuestra “mano seca en medio de la asamblea” a plena luz, podría traer la sanidad que estamos necesitando y anhelando. Amén en los casos personales en que debemos confesarnos nuestras ofensas unos a otros para que seamos sanados y restituir si procede. La luz, la verdad, creemos que siempre es lo mejor, pero debemos hallar gracia para sazonarla con sal.


¡Si somos hijos de luz, rescatados del reino de las tinieblas, vivamos como hijos de luz!


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